Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.
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sábado, 17 de junio de 2023

EL CRÁNEO DE BALBOA, de Rafael R. Costa

 













El cráneo de Balboa

Rafael R. Costa

AmazonEncore

Luxembourg, 2017

"El craneo de Balboa", interesante e intensa novela de aventuras que atrapa la atención del lector desde el principio al final, incluye todos los elementos que el género exige, acción, intriga, persecuciones, historias de amor, elementos exóticos y mágicos, todos ellos enhebrados en una prosa que conjuga equilibradamente las vertientes poética y narrativa.

Las magníficas descripciones ambientales, ya del Madrid de principios del siglo XX como de la vida en los barcos de pasajeros de entonces, ya de la selva panameña y la construcción del canal como del transcurrir cotidiano de los indígenas y de sus costumbres y creencias o de la atmósfera de las ciudades selváticas con sus tugurios y también locales y hoteles de lujo, revelan una minuciosa documentación y permiten al autor trasladarnos a los espacios que la trama requiere.

En esta última no entraré mucho para no incurrir en lo que hoy, usando, como está de moda, un anglicismo, han dado en llamar spoiler; es decir, desvelamiento del desenlace. Pero sí diré que este último no está exento de sorpresas, tras un desarrollo que podría enmarcarse dentro de la tradicional estructura del relato de Propp, que el formalista ruso aplicase a los cuentos de hadas pero en la que encajan perfectamente desde la Odisea a la mayoría de las grandes obras narrativas de la historia. Un estado inicial de felicidad y esperanza, un quebrantamiento de la norma tras el que el agonista tiene que partir para buscar el remedio a las consecuencias; viajes, pruebas, socorros, todo ello actuado por un héroe rodeado de agresores, auxiliares, antagonistas, donantes…

Un aspecto a destacar especialmente en la novela de Rafael Rodríguez Costa, como ya he hecho notar, es la ambientación. Cuando Leonardo Prado Sandoval pasea por el Madrid de principios del siglo veinte, el lector se ve inmerso casi sin darse cuenta en aquella ciudad del rey Alfonso XIII y el anarquista Mateo Morral, en las fastuosas fiestas de la llamada buena sociedad y en las multitudes populares que se agolpaban a sus puertas para admirarlas. Cuando Raimundo Delgado luche dentro de la selva panameña por conservar su vida y, a veces, salvar la de otros, el que lee estará entre lianas y nubes de mosquitos portadores de la malaria, inmerso en una sinfonía de monos aulladores y gritos de pájaros exóticos, perdido en intrincados laberintos, atormentado por el calor insoportable y por la lluvia y fascinado por la belleza de la jungla mesoamericana.

Lo racional y lo irracional, lo científico y lo mágico, se mezclan, procurando una imagen verdaderamente realista del mundo, así como de la vida, que se nos muestra en sus distintos contrastes: violencia y amor, heroísmo y traición, éxtasis y fracasos…

Los personajes, trazados con mano experta más a través de sus acciones que de maneras más explícitas, son de una prodigiosa verosimilitud, absolutamente humanos y muy alejados de las exageraciones y estereotipos a los que puede fácilmente resbalarse el autor en narraciones de este tipo. No estamos ante un cuento de buenos y malos. Y, aunque naturalmente, unos despiertan más las simpatías y otros las antipatías del lector, todos tienen, en mayor o menos medida, sus luces y sus sombras. Pero, sobre todo, están bien modelados y adecuados a su contexto, son creíbles. Desde María Eugenia, primer amor del protagonista en la historia y exponente de los primeros feminismos, que ya se manifestaban en la época, pasando por Francisco Pizarro, verdadero Sancho Panza del quijotesco protagonista, tan alejado de este en la escala social y, como el escudero de La Mancha, tan leal, noble y pragmático, hasta los antagonistas, el celoso y avieso Doctor Maverick o el detective Apolonio Garcés, contrapunto humorístico y que roza lo ridículo hasta Ava Hibbard, segundo y verdadero amor de Leonardo (de la que no podemos decir nada más porque destriparíamos la trama, haríamos spoiler, pues. Todos los personajes, en fin, que desfilan ante nosotros a lo largo de la novela: los trabajadores del Canal, la cofradía de los doctores, los indios chocoes y su chamán jaibana, los masones y su ceremonia de iniciación…

Todo ello, perfectamente dibujado y dosificado, da como fruto una aportación invaluable no sólo al género de aventuras sino a las llamadas novelas de iniciación, entre las que constituye un notabilísimo ejemplo.


lunes, 14 de noviembre de 2022

LA INTERPRETADORA DE SUEÑOS, de Rafael R. Costa

 














LA INTERPRETADORA DE SUEÑOS

Rafael R. Costa

Espasa Libros

Barcelona, 2014

 Rafael R. Costa es un novelista de raza que con descripciones que rozan el lenguaje poético (no en vano el autor cultiva también este género) y diálogos bien equilibrados nos conduce en esta ocasión en “La interpretadora de sueños” por las aventuras de Georginas, una joven madre viuda que busca una solución a su vida y recuperar la herencia paterna de su hijo en el conflictivo mundo de los preludios y comienzos de la segunda guerra mundial.  Los nazis están a punto de invadir Checoslovaquia. El relato arranca con la protagonista dirigiéndose a una cita en medio de una ciudad de Praga repleta de escenas casi surrealistas y simbólicas cuya descripción va introduciendo al lector en el ambiente de la narración. De golpe, casi interrumpiendo la densa exposición de cerca de quince páginas repleta de detalles, se nos revela un dato inesperado. La identidad de la persona con la que la mujer va a encontrarse. Una frase (“Ese hombre era Franz Kafka”) consigue engancharnos, por si ya no lo estábamos, definitivamente a la historia. Será un recurso que Rafael R. Costa utilizará a lo largo de toda la trama, introduciendo en ella como personajes a figuras de la cultura de la época conocidas por todos, así como los Freud, padre e hija, un joven Hemingway que inicia sus primeros pasos, un Scott Fitzgerald un tanto sinvergüenza o el famoso mago Houdini, así como siniestros personajes del nazismo, Himmler, Goebbels o el mismísimo Hitler. El periplo de Georginas, lleno de peripecias propicias y nefastas, transcurre entre Praga y Estados Unidos, lugar en el que decide convertirse en interpretadora de sueños, actividad que le reportará sustanciosas ganancias y la colocará en una situación próspera y que le permitirá conectar y alternar con lo más adinerado de la sociedad. Sucesos sorprendentes, uno tras otro, van funcionando como jalones que impulsan al lector a seguir leyendo y acrecientan su interés conforme el relato transcurre. El regreso de Georginas a una Europa entrando ya en las garras de los nazis, contra la opinión de su hijo y de sus amigos, dará comienzo a la parte más dramática de la novela, entre temporadas con la resistencia judía y otras en campos de concentración en las que seremos testigos de escenas realmente crueles y espeluznantes. El tramo último constituye, a mi modo de ver, el más intrigante y el final no es, en absoluto, el que podría esperarse; totalmente sorprendente, no lo destriparé, por supuesto, no haré spoiler, como se dice ahora.

Una novela que, desarrollándose entre la magia y el drama con un correctísimo sentido del ritmo, un impecable dominio del arte narrativo, una estructura perfectamente construida y asequible, sin por ello ser monótona, un léxico rico sin caer en el barroquismo y una indudable documentación histórica, resulta excelente no sólo en la totalidad de la narración sino también en lo que se ha dado en llamar calidad textual o de párrafo. Quiero decir que, abierto el libro al azar por cualquiera de sus páginas, su lectura atraerá inmediatamente al buen lector de literatura.

Obra, en fin, que anota a Rafael R. Costa como uno de los mejores novelistas onubenses, si no el mejor, y de este país.

Absolutamente recomendable.


sábado, 11 de septiembre de 2021

EL CANTO XXV, de Ricardo Bada

 


EL CANTO XXV
Ricardo Bada
Editorial Aurora Boreal
Copenhague, 2018

 

Como ya hiciera James Joyce en su archiconocido (no sé si tan leído) “Ulises”, Ricardo Bada recrea en esta nouvelle la obra homérica. Pero, muy al contrario del indudablemente meritorio y más pesadísimo irlandés, el igualmente magnífico –que no plúmbeo- onubense ubicado en Colonia, lo hace en una clave de humor (a la que no faltan algunas pinceladas dramáticas) que no cesará de arrancar sonrisas al lector en su periplo por el texto y de divertirlo con las peripecias y reflexiones de los odiseicos personajes constituidos por una pandilla de jóvenes de Huelva que hacen del espacio entre esta y Punta Umbría sobre todo, su Mediterráneo particular.

A caballo entre la década de los cincuenta y los sesenta del siglo XX, eran aún esos lugares lo suficientemente novelescos como para no desmerecer de la narración de un Homero (el que narra, Dick) que parte de la ciudad de los cabezos hacia aquel, junto al mar, mar de dunas, chozas de marineros y casas más o menos coloniales que constituía el ya entonces pueblo turístico y de pescadores, para abordar unas aventuras en las que “Héctor es Héctor, Verónica es Andrómaca, Luigi es Ulises, Marilena es Helena, Wendy es Menelao…”. Y Narcisa es Nausicaa. Guadalupe queda en la capital tricotando un suéter para Luigi mientras le guarda la ausencia como buena Penélope hasta que, informada de sus veleidades, deja de guardársela.

En guateques que acaban como batallas campales, confidencias y cotilleos que serpentean entre amores e infidelidades, visitas a tabernas en las que un Polifemo borracho y exaltado llora con desgarrada queja la pérdida de sus atributos viriles durante su estancia en la Legión Francesa, arribos a prostíbulos delirantes, islas de Circe situadas en medio de nocturnos arenales (“La casa de Marta La Potenta, bloque de sombra magnética en el corazón de la noche, era un chalé de los primeros tiempos de Punta Umbría como balneario. Arquitectura inglesa…”), naufragios, rescates y folletinescas adopciones, se desarrollan estas andanzas de iniciación que, más que de una forma heroica, culminan de la burguesa manera que corresponde a sus agonistas.

Con el estilo irónico que lo caracteriza, el autor construye un texto en el que la mezcla de abundantes referencias a su fuente clásica y a otros autores (Blake, Machado, Steinbeck…) y  el uso de extravagantes onubensismos de etimología inglesa (espiritati, chipichanga…), que trufan el discurso eruditamente esnob de los dramatis personae, consigue un efecto cómico de farsa entreverado de inquietudes existencialistas que reflejan las que empaparon la generación del escritor, de la que este hace, con cariño y ternura evidentes, una crítica basada en las contradicciones de aquella.

sábado, 4 de septiembre de 2021

Y UNA TARDE CUALQUIERA ESPARCES MIS CENIZAS EN EL MAR, de José Luna Borge


Y UNA TARDE CUALQUIERA ESPARCES MIS CENIZAS EN EL MAR
José Luna Borge
Eolas Editorial
León, 2020

 La muerte, sobre todo cuando te concede (o te condena a) tiempo para pensar en su inminente inevitabilidad, impone o construye un espacio de reflexión previo a su llegada que da ocasión a la catarsis.

La novela de José Luna Borge la vertebran las relaciones entre dos hermanos ante la situación límite e irreversible de la muerte próxima de uno de ellos, Santi, que permanece ingresado en una clínica para enfermos terminales pasando sus últimos días de vida, en los que lo acompaña Pepe.

A lo largo de diez jornadas en una Barcelona que el autor describe con pinceladas certeras y eficaces conducentes a trazar el marco, el ambiente, oportuno dentro del que se desarrollan los hechos, ambos protagonistas despliegan un diálogo en el que navegan por y profundizan en temas vitales, no sólo para quienes afrontan situaciones límites como la que embarga a Santiago, sino para todos los seres humanos. Pues todos, a fin de cuentas (y así se nos da a entender entrelíneas) acabaremos afectados por ellas.

En sus conversaciones, teñidas de la angustia y la amargura inevitables, pero también de una ternura que las redime en lo posible, analizan temas tan serios en la condición humana como la amistad y la familia, la lealtad o la traición, la culpa, la fugacidad de la dicha, la soledad, el desamparo ante la muerte y su enigma o la naturaleza libre o fatal de las elecciones que conducen nuestra vida.

Con planteamientos alejados de todo maniqueísmo, tal las pasiones opuestas que se alojan dentro de un mismo personaje (así en el caso de la codicia que acompaña a la generosidad de Paco),  el relato, más allá de juzgar los comportamientos, pretende comprender el enigma de los sentimientos, del gozo o el dolor, del amor o el desapego, incluso el odio, que embargan, a lo largo de su ciego periplo, a esa desprotegida y vulnerable criatura que es el ser humano.

En una acción y espacio paralelos a los de la tragedia que se está produciendo en sordina en la habitación de una clínica para moribundos, desfilan personajes que ponen el contrapunto o hacen eco al drama de Santi, gente que lo ignoran sin atender al hecho de que nada más que se encuentra en la misma situación a la que ellos también llegarán más o menos tarde; u otros desheredados de la fortuna, como el extraño vagabundo pobremente atildado que da, en una escena casi onírica, una filosófica lección de estoicismo: “He sido sólo una sombra en la masa. Hubo un tiempo en que me atraían las multitudes porque entre ellas, siendo nadie, era soberano, pero me cansé y anduve errante durante largos años. He dormido en habitaciones solitarias. Ahora soy pobre, más pobre que muchos, pero un día fui algo más rico, no lo echo de menos. Mi infancia ha desaparecido, mi juventud se quedó en el camino. Nada importa: lo que ha ocurrido es porque tenía que ocurrir, lo que sucede me acompaña y me gusta y no le pido nada a lo que viene”.

Aunque el final suma a la amargura de la desaparición del hermano la desazón producida por la actitud mezquina de otros allegados, completando así el cuadro de un triste desencanto del mundo, fogonazos de luz aquí y allá, como el insobornable afecto fraterno, la ternura de la madre o la felicidad procurada por encuentros ocasionales, arrojan rastros de consuelo, y quizá de esperanza, en este claroscuro de inexcusable lectura que nos ofrece José Luna Borge.

En esta novela,  en fin, de marcado corte existencialista, el autor nos sitúa, con el estilo magistral y sobrio al que nos tiene acostumbrados en los cinco tomos de su dietario “Veleta de la curiosidad”, frente a dilemas fundamentales de la vida y, en definitiva, al problema esencial de su sentido.


viernes, 4 de octubre de 2019

Voces de La Vera, de Juan Villa




Voces de la Vera
Editorial Comba
Barcelona 2018

En “Voces de la Vera” Juan Villa se mantiene en el tema característico de prácticamente toda su obra narrativa, Doñana, que constituyendo en novelas como “Crónica de las arenas”, “El año de Malandar” o “Los Almajos” primordialmente el espacio narrativo, aunque este informe al resto del relato, pasa aquí a ser no sólo eso sino también personaje que contiene en su seno a los otros personajes, a Manuel Montero, a Monterito, al Tío Cardales, a  Pepe Menegildo, a Nemesio el Pajarero, a Tórtola Triana, al falangista Amaro Gruñeiro, al terrible Agustín el Rifeño, rey de la playa, a Evaristo y su mujer hindú, a Pedro Rompejierro… quienes, a través de sus historias, van contando la de su lugar. De manera que “Voces de la Vera” no es sólo una colección de relatos, como podría parecer, sino que, engarzados y situados dentro de un mismo tiempo narrativo, cuentan, entre todos, la historia más reciente del espacio en el que se desarrollan.
Si bien, como en toda novela, parte de ella es pura ficción, otra procede de lo que podríamos llamar ya la tradición oral de la Vera, de la narración de sucedidos hecha por los mismos protagonistas o por sus descendientes. Por eso, con todo lo que tiene de legendario, este relato puede considerarse también como una aportación a la historia contemporánea de Doñana, una historia cincelada desde la visión de sus protagonistas y desde su lenguaje, magistralmente recogido por Villa, cuya utilización del léxico (violo, nocle, luneo) y de los modismos y expresiones utilizados en el sitio, contribuye a trasladar al lector al ambiente que describe.
De lectura entretenida, los episodios que nos sumergen en la peculiar geografía y naturaleza del coto, como el inicial, alternan con los que tienen un intenso contenido poético, así “Los gitanos: el equívoco rapto de Tórtola Triana” o “La mujer de Evaristo”, o con los cómicos, “Los visitantes”, que llegan a ser desternillantes (“El NO-DO”) o patéticos, en el sentido exacto de la palabra, como “¡Adios Paloma! El ocaso de Juanelo, celebrado costero de La Vera”. Y, si bien los capítulos que constituyen cronológicamente el final de la novela son los dos últimos, “La camioneta” y “Epílogo”, el final simbólico yo lo situaría en “Los dos gamitos”, como metáfora del hundimiento de un mundo, el mundo del Coto tradicional, el mundo de los Montero, del Tío Cardales, de Pepe Menegildo, que va dando paso a la modernidad representada por los biólogos o el turismo.
Escrita y resuelta con el oficio propio del autor, “Voces de la Vera” es una novela muy recomendable que, sobre procurarnos un rato de goce estético, nos introduce en un grado más de conocimiento de la geografía física, la geografía humana y la cultura del Coto de Doñana.
A resaltar especialmente las magníficas ilustraciones del dibujante y catedrático de Bellas Artes Daniel Bilbao.


miércoles, 12 de octubre de 2016

El mar, de John Banville


El mar
Trad: Damián Alou
Editorial Anagrama
Barcelona, 2014

Bajo un punto de vista meramente estilístico o, por decirlo de otra forma, como objeto textual, este libro es magnífico. Desde la primera frase, “Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea”, se suceden párrafos y páginas enteras verdaderamente memorables. Banville es, sin duda, un maravilloso creador de atmósferas, aspecto de literatura que siempre me ha parecido fundamental, posiblemente el que más valoro. Tal vez porque considero que la vertiente poética de cualquier obra literaria constituye un elemento indiscutible a la hora de su evaluación. Lo que no implica que lo poético vaya necesariamente asociado a lo heteróclito. En lo que a poeticidad, o literariedad, se refiere, fui siempre seguidor de los formalistas rusos y, al día de hoy, no he modificado mi opinión en ese asunto.
Es, pues, “El mar”, de este autor irlandés, evocador, sugerente, gozoso en sí mismo como pieza musical, al margen de su efectividad narrativa, de lo que se cuenta. Y es que lo que se cuenta, sin hacerse acreedor a un suspenso y a la luz de las expectativas que despierta en el lector la brillante sinfonía verbal, deja mucho que desear. Se diría que, tras la estupenda puesta en escena, esperamos unos acontecimientos que, tanto en su anécdota como en su fondo, nos sorprendan e iluminen. Y no. No sucede eso. El narrador-protagonista, tras un doloroso acontecimiento que destroza su vida, se va al pueblo costero en el que veraneaba en su niñez. Allí, instalado en un hotelito, rememora aquellos estíos: lo que, como queda dicho, Banville resuelve con maestría. Ocurrir, no ocurre nada especialmente reseñable. Unos pintorescos amigos y su final, más onírico que dramático, o la pequeña sorpresa última (insperada, sí, pero carente de fuerza como explosión de cohete húmedo en el contexto de tan estupendo cedazo textual) justifican a duras penas el relato como tal. Posiblemente no sea tarea fácil cubrir en una misma obra poeticidad y eficacia narrativa. O bien es raro el autor que domina ambas cosas a un tiempo. Pero haberlos los hay. Un ejemplo (y no el único) es Alessandro Baricco.
Dicho esto sólo resta afirmar que la lectura de esta novela merece la pena, aunque sólo sea por el disfrute de la exquisitez de su prosa.

jueves, 14 de julio de 2016

Una pena en observación, de C. S. Lewis


Una pena en observación
Traducción: Carmen Martín Gaite
Editorial Anagrama
Barcelona, 1994

C. S. Lewis, el autor irlandés de la saga fantástica “Las Crónicas de Narnia” entre otras obras, se casó en 1956 con la poetisa estadounidense Joy Gresham, diecisiete años más joven que él. Lo que en principio fue un matrimonio simplemente aceptado por el escritor para que su amiga pudiese conseguir el permiso de residencia que le había sido negado por el gobierno inglés, lo redescubrieron pronto ambos como un amor apasionado. Tras diagnosticársele a Joy un cáncer de hueso, muere en 1960, dejando a Lewis completamente desolado. Esta historia se ha recreado en la película de Richard Attenborough, “Tierra de penumbras”, que puede verse entrando en este link.
Después de la muerte de su esposa, C. S. Lewis escribe en varios cuadernos las notas que darán origen al libro que comento.
Aunque, al menos en esta edición española, “Una pena en observación” está publicado dentro de una colección de narrativa, no se trata de un texto que pueda enmarcarse dentro de ninguno de los géneros etiquetados como tal. Ni es una novela, ni larga ni corta, ni son cuentos. En caso de querer clasificarlo tendríamos que meterlo bajo el amplio cobijo del ensayo literario. Es, sin embargo, lo de menos a la hora de abordar esta pequeña obra maestra en la que el escritor desnuda su alma herida, con una sinceridad y una maestría equiparables.
Inmerso en el duelo de la pérdida, busca respuestas de manera desgarrada y lúcida a un tiempo, poniendo bajo la lupa de su reflexión a su propio sufrimiento, a la amada desaparecida, a Dios y su silencio.
Si hay que señalar un rasgo sobresaliente de este libro, aparte de su indudable poesía y su profundidad meditativa, es, insisto, su sinceridad sin concesiones a nadie, empezando por el mismo autor. La autocrítica sin masoquismo está presente como un escalpelo que no duda en hendirse a la hora de sacar la verdad a la luz. “Por primera vez he vuelto atrás y he estado leyendo estas notas. Me he quedado horrorizado. Por la forma en que he venido hablando, cualquiera tendría derecho a pensar que lo que más me importa de la muerte de H. son sus efectos sobre mí mismo”(...) “¿Qué clase de amante soy yo, pensando tan sin cesar en mis tribulaciones y tan poco en las de ella?” (…)“Seguramente la fe –creo que será fe- que me permite rezar por los otros muertos me ha parecido fuerte sólo porque no me ha importado en realidad…”. También cuestiona al destino y a Dios y se rebela: “El destino (o lo que quiera que sea) se deleita en crear una gran capacidad para luego frustrarla. Beethoven se quedó sordo. Medido por nuestro rasero, una broma cruel; la sarcástica triquiñuela de un imbécil rencoroso”. Duda, se atormenta por la suerte de su esposa: “Me dicen que H. es ahora feliz, me dicen que descansa en paz. ¿Qué les hace estar tan seguros de esto?”(...)“«Porque ella ahora está en las manos de Dios». Pero si esto fuera así, tendría que haber estado en manos de Dios todo el tiempo, y yo he sido testigo del trato que esas manos le dieron en la tierra. ¿Van a volverse más cariñosas para nosotros justo en el momento en que nos escapamos del cuerpo? ¿Y por qué razón? Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o no existe; porque en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes”. Para darnos cuenta del alcance de estas reflexiones, hemos de considerar que estamos ante un inteligentísimo apologeta del cristianismo, ateo en su juventud. Su encarnizada lucha consigo mismo y con Dios recuerda la pelea de Jacob con el ángel o al Blas de Otero de “Ángel fieramente humano” o “Redoble de conciencia”.
Después de la pugna y, tras poner en solfa la validez del mismo texto que escribe (“¿Por qué le doy cabida en mi mente a tanta basura y bagatela? ¿Acaso espero que disfrazando de pensamiento a mi sentir, voy a sentir menos intensamente? ¿No son todas estas notas las contorsiones sin sentido de un hombre incapaz de aceptar que lo único que podemos hacer con el sufrimiento es aguantarlo?”), tras pasar por las fases de negación, negociación y aceptación tantas veces descritas por psicólogos y tanatólogos, una experiencia casi mística (no sabemos si real o inventada -¿qué es lo real?-) lo conduce a un reencuentro con su mujer. Finalmente, cierra el libro con unas hermosas y esperanzadoras líneas: “¡Qué cruel sería convocar a los muertos caso de que pudiéramos hacerlo! Ella dijo, no dirigiéndose a mí, sino al sacerdote: «Estoy en paz con Dios». Y sonrió. Pero no me sonreía a mí. Poi si tornò all’terna fontana.
“Una pena en observación” es, por un lado, ya lo he dicho, una pequeña joya de la literatura universal. Por otro, un texto altamente recomendable para quienes han perdido a un ser amado, así como para figurar entre las lecturas de psicólogos y tanatólogos. También tiene sus lectores contraindicados. Ni ateos ni fanáticos religiosos deberían aventurarse en sus páginas, pues sólo conseguirán agarrar un cabreo inútil.

viernes, 8 de julio de 2016

La mano de Dios, de Juan Villa


La mano de Dios
Editorial Point de lunettes
Sevilla, 2016

Sigue deambulando Juan Villa  en los cinco relatos que conforman el volumen “La mano de Dios”, como en casi toda su obra anterior, por tierras almonteñas y, más en concreto, por el ámbito de Doñana. Si las cuatro primeras narraciones, que se encuadran dentro del género del cuento corto, mezclan el humor con el patetismo y, a ratos, con una tierna ingenuidad, la última, “Los almajos”, novela corta, supone una inflexión amarga que no deja lugar a la risa. Y, no sé si en consonancia con sendos tonos, mientras que “Pregúntale a la culebrita”, “La mano de Dios”, “La crisis de los misiles” y “Un gran salto”, giran en torno a personajes de una contextura psíquica primitiva que propicia lo chusco dentro de la crítica social, así el “meteorólogo” Orejita, los habitantes del Majadal aterrados por la “ira divina” (acertadísima e hilarante metáfora de un poder no tan gracioso), Antonia y su admirado e “infalible” Isaac Cartagena o el genial epígono de Marconi, Epifanio Otero, por otro lado, digo, el personaje central de “Los almajos”, Fabián, crepuscular, triste, se mueve en todo momento dentro de una espiral trágica trazada a un ritmo de adagio que impregna con su melancolía incluso momentos que, en otro contexto, podrían ser humorísticos.
En esta novela corta retoma Juan Villa la cosmovisión de sus dos primeras, “Crónica de las arenas” y “El año de Malandar”, sobre todo de la primera, aunque también la podamos ver en los cuentos que la preceden (incluso algún personaje conocido, como un joven teniente de carabineros protagonista de “El año de Malandar”, hace un cameo, valga el término cinematográfico, en la segunda página de “Un gran salto”). En ese mismo ambiente de postguerra, denso, opresivo, miserable, sobre un telón de fondo deprimente, borrascoso, en el que una lluvia incesante subraya la sordidez, Fabián pasa revista a una existencia transcurrida a contrapelo entre la fatalidad y sentimientos de culpa infundados, mientras su destino se decide en el lapso de una partida de tute, símbolo que se finge fortuito, un destino que puede ser también el del Nano o el de Muriel o el de cualquiera a quien le toque en esa tierra en la que la vida llega a negarse a sí misma empujada por la desdicha y la penuria.
La estructura, circular, adaptada así al callejón sin salida existencial que plantea la historia, contrae el tempo narrativo a la duración de una partida de cartas, encajando en él acontecimientos sucedidos en varios lustros.
Los personajes, de dibujo marcadamente expresionista, como suelen serlo en este autor, casi parecen, por sus contrastes, salidos de un aguafuerte, desde el superviviente (o vividor) y cínico Mejías, por poner unos cuantos ejemplos, pasando por el pobre mudito Bernabé, representante de la inocencia, hasta Granada, extraño espécimen en tal caldo de cultivo, inminente esposa de Fabián e involuntaria detonante, o el cura don Bernardo, que recuerda a un personaje de Guareschi pero en vicioso. Tal como Fabián, con ciertas rectificaciones psicológicas, me ha evocado, por su problemática vital entre otras cosas, a Mersault, el personaje central de “El extranjero”, de Albert Camus, concomitancia creo que inevitable de una forma absoluta en cualquier héroe existencialista.




jueves, 7 de julio de 2016

Ácido sulfúrico, de Amélie Nothomb


Ácido sulfúrico
Trad: Sergi Pàmies
Editorial Anagrama
Barcelona, 2007

En este libro, que quiere ser una crítica feroz a una sociedad inmunizada contra el dolor ajeno, es patente la influencia de “¿Acaso no matan a los caballos?”, de Horace McCoy, llevado al cine por Sydney Pollack con el nombre de “Danzad, danzad, malditos”. De la misma manera en que nosotros contemplamos sin inmutarnos las masacres que nos transmiten los noticiarios mientras nos zampamos tranquilamente nuestro bistec, en “Ácido sulfúrico” los espectadores del programa televisivo “Concentración”, un reality show al modo de Gran Hermano en plan bestia, disfrutan de las humillaciones y maltratos, incluyendo penas de muerte, infligidos a los participantes forzosos y elegidos al azar en redadas callejeras.
Los personajes, divididos en franjas suficientemente delimitadas, metaforizan la injusticia social implícita en una diversidad de destinos concebidos para beneficiar a unos a costa del cruel sacrificio de otros: las víctimas que sufren, los kapos que ejecutan su labor de verdugos, los organizadores que se lucran y los espectadores, representantes de la mayoría social, verdaderos culpables, tal y como denuncia el personaje central, Pannonique, chica angelical e inteligente, investida de un cierto aura mesiánico, que conduce a todos a la liberación con la paradójica ayuda de su contratipo, su gemela del lado tenebroso, Zdena, enamorada de ella y a la que gana para la causa del bien.
La idea, como apunto al inicio de esta nota, no es nueva. También es la tesis central de la película de Bertrand Tavernier “La muerte en directo”, basada en la novela  “The Unsleeping Eye”, de David G. Compton y, de una u otra forma, de “Freaks”, de Tod Browning, o “El hombre elefante”, de David Lynch, por poner algún ejemplo. Todos estos libros y filmes son acusaciones a la conversión del sufrimiento ajeno en espectáculo y, fundamentalmente, a la sociedad que permite y, así, alienta este fenómeno y el sistema que hace posible esa sociedad. Dicho esto, no hay ningún elemento que haga destacar a la novela de Nothomb sobre los otros relatos citados. La distingue, eso sí, su contextualización en nuestra época de ridículos programas televisivos, como “Gran Hermano”, “Supervivientes”, etc, de los que hace una salvaje reducción al absurdo y a los que utiliza como símiles para señalar a la misma realidad como espectáculo (vid. Guy Debord), con sus injusticias, hambrunas, epidemias y guerras. Es, sin duda, una novela testigo de nuestra época. Aunque creo (tal vez sea una cuestión de gusto personal) que, al incurrir en una excesiva estilización que la convierte en inopinada caricatura, pierde fuelle y eficacia.

viernes, 24 de junio de 2016

El país de los ciegos, de H. G. Wells


El país de los ciegos
Trad: Javier Calvo
Editorial Acantilado
Barcelona, 2004

Igual que en otras de sus obras (“La máquina del tiempo”, por ejemplo), H. G. Wells aborda en este relato el tema de la distopía, de manera alegórica y, como es frecuente en él, situándose, más o menos, dentro del género de la literatura fantástica.
En las primeras páginas, se cuenta el pretendido origen de una leyenda que habla de un valle aislado en el que todos son ciegos. El personaje central, Núñez, un montañero que llega hasta el lugar accidentalmente, relaciona el sitio con el refrán “En el país de los ciegos el tuerto es el rey”. No tardará en darse cuenta de lo erróneo de tal dicho. Si bien al principio siente una cierta conmiseración por los pobres ciegos, la testaruda e inamovible visión (o, mejor, no visión) de la realidad en que estos se mantienen, con prepotencia y desprecio hacia ese recién llegado que pronuncia palabras “inexistentes” y “absurdas”, como “ver” o “color”, lo inclinará a cambiar de actitud y a que sus deseos de ayudarlos se tornen en una voluntad de dominación que, dada su ventaja visual, presume sumamente fácil. No sólo no será así sino que, tras una historia de amor que está a punto de culminar de una macabra manera (desde el punto de vista de nuestros valores), se ve obligado a huir del legendario valle.
El relato es una crítica de la ignorancia y del desprecio de la lucidez de que la sociedad hace frecuentemente gala, aplicable a muchos niveles existenciales.
Su defecto, aunque tal vez esto no sea más que una apreciación personal, radica en su naturaleza alegórica. Creo que la alegoría, susceptible sólo de una lectura rígida, unívoca, esclerotizada, no es sino una degradación del símbolo, dinámico, vivo, y de interpretación múltiple. Y eso es lo que empobrece esta narración de Wells, tan brillante y profundo en otras ocasiones, como en “La puerta en el muro”, que ya tuve ocasión de comentar.

martes, 21 de junio de 2016

Concierto barroco, de Alejo Carpentier


Concierto barroco
Editorial Siglo XXI
Madrid, 1978

El argumento de esta novela, bien simple y lineal, es lo de menos en ella. Un indiano rico viaja de México a Europa. Al recalar en Cuba, su criado muere y contrata a otro, Filomeno, en la isla. Visitan varios lugares de España para arribar, finalmente, a Venecia, donde disfrutan de su carnaval y, en una de las muchas piruetas cronológicas del relato, motivan el nacimiento de la ópera “Montezuma”, de Antonio Vivaldi, de cuya creación y estreno son testigos. Un “desenlace” crepuscular, en el que el viajero regresa a casa dejando atrás a Filomeno inmerso en el continuo y fatal hundimiento de la ciudad de los canales, es roto en un último momento por lo que podría ser el “Allegro con brío” de un concierto de Louis Amstrong. Y es que este “Concierto barroco” (que transcurre a través de la música y hablando de música) lo hace, en cierta forma, en clave musical. Lo vemos arrancar en el Allegro de la partida, para transcurrir después en un largo, un adagio, por ej, la triste muerte de Francisquillo, el primer criado, y continuar en un largo (por ejemplo, repito) e ir alternando los distintos movimientos hasta cerrar con una inopinada intervención de jazz. Que no será la única aparente incongruencia en una historia en la que Vivaldi y Haendel desayunan cerca de la tumba de Stravinsky. En medio de esta feria de disparates, que Vivaldi se encarga de justificar en el capítulo 7: “No me joda con la Historia en materia de teatro –le dice al indiano ante sus protestas de que la ópera “Montezuma” no es fiel a los hechos-. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética…”, se le hace difícil al lector no avisado reparar en la autenticidad de, por ejemplo, el “Ospedale della Pietá” –donde realmente trabajó Antonio Vivaldi- y sus niñas músicas, que no han salido del magín de Carpentier. Lo cual sólo importa en la medida en que sirve como apoyo del virtuosismo textual del que hace alarde el escritor cubano, sumergiéndonos a través de sus palabras sabiamente trabadas en un espacio-tiempo que no obedece más leyes que las que le impone el arte y la poesía. Constantes alusiones intertextuales, al Quijote, a Hamlet, a Otelo, constituyen otras tantas de las especias que dan sabor y aroma a este exquisito guiso, ficción fruto de un magnífico maridaje entre el exotismo americano y la vieja civilización europea. En lo que se refiere a la vertiente ideológica (que podría atisbarse, por ejemplo, en la postura final americanista, casi indigenista, del indiano, o la actitud casi revolucionaria del criado negro) palidece ante lo realmente importante aquí, insisto, que es el texto mismo, su poesía, su música, su juego, aspecto lúdico para el que Carpentier no pierde ocasión. Como una en la que se alude a un concierto improvisado en el Ospedale, “Buena música tuvimos anoche” –dijo Montezuma, por desviar a los demás de una tonta porfía. –“¡Bah! ¡Una mermelada!” -dijo Jorge Federico. –“Yo diría más bien que era como una jam sesión” –dijo Filomeno…”. El subrayado es mío para resaltar el juego. En inglés, jam, aparte de formar parte de la expresión jam sesión, una interpretación jazzística grupal improvisada, significa también mermelada. Naturalmente, esta pequeña broma lingüística, que no pasa de ser eso, una broma, no es lo que convierte esta obra en una joya literaria. Lo que hace de ella prodigio fascinante es, por sobre todo, una prosa del siguiente tenor, común a todo el libro: “En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil, y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas. De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego artificial coronado de girándulas y meteoros... Y todo el mundo, entonces, cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en labios y dientes, de las embozadas de pie fino. En cuanto al pueblo, la marinería, las gentes de la verdura, el buñuelo y el pescado, del sable y del tintero, del remo y de la vara, fue una transfiguración general que ocultó las pieles tersas o arrugadas, la mueca del engañado, la impaciencia del engañador o las lujurias del sobador, bajo el cartón pintado de las caretas de mongol, de muerto, de Rey Ciervo, o de aquellas otras que lucían narices borrachas, bigotes a lo berebere, barbas de barbones, cuernos de cabrones. Mudando la voz, las damas decentes se libraban de cuantas obscenidades y cochinas palabras se habían guardado en el alma durante meses, en tanto que los maricones, vestidos a la mitológica o llevando basquiñas españolas, aflautaban el tono de proposiciones que no siempre caían en el vacío. Cada cual hablaba, gritaba, cantaba, pregonaba, afrentaba, ofrecía, requebraba, insinuaba, con voz que no era la suya, entre el retablo de los títeres, el escenario de los farsantes, la cátedra del astrólogo o el muestrario del vendedor de yerbas de buen querer, elixires para aliviar el dolor de ijada o devolver arrestos a los ancianos. Ahora, durante cuarenta días, quedarían abiertas las tiendas hasta la medianoche, por no hablarse de las muchas que no cerrarían sus puertas de día ni de noche; seguirían bailando los micos del organillo; seguirían meciéndose las cacatúas amaestradas en sus columpios de filigrana; seguirían cruzando la plaza, sobre un alambre, los equilibristas; seguirían en sus oficios los adivinos, las echadoras de cartas, los limosneros y las putas —únicas mujeres de rostros descubiertos, cabales, apreciables, en tales tiempos, ya que cada cual quería saber, en caso de trato, lo que habría de llevarse a las posadas cercanas en medio del universal fingimiento de personalidades, edades, ánimo y figuras. Bajo las iluminaciones se habían encendido las aguas de la ciudad, en canales grandes y canales pequeños, que ahora parecían mover en sus honduras las luces de trémulos faroles sumergidos”.


martes, 7 de junio de 2016

Fantasmas, de Paul Auster


Fantasmas
Trad: Maribel De Juan
Editorial Anagrama
Barcelona, 1997

Como en las otras dos novelas que conforman, con ésta, la “Trilogía de Nueva York”, “La habitación cerrada” y “Ciudad de cristal”, Paul Auster aborda en “Fantasmas” el tema de la identidad. En esta ocasión, de una manera especular que hace previsibles los acontecimientos casi desde el principio. Esto, curiosamente, no le resta interés a la narración sino que, paradójicamente, impele al lector a seguir leyendo en busca de la clave que confirme o refute sus sospechas. Aunque el relato resulte un tanto plano, el dominio del oficio permite al autor salir airoso de su cometido. No es fácil captar la atención del lector con una pieza sin principio ni final. Prácticamente, no sabemos nada del origen de la trama ni de los personajes ni la historia acaba de resolver el enigma. Es decir, ni tiene un comienzo propiamente dicho, ni un nudo ni un desenlace. No es lineal. Tampoco  arranca “in medias res” ni “in extremis”. En esta indefinición, ciertamente fantasmal, reside precisamente, creo, su interés, su dificultad y su mérito.
La trama es sencilla. Toda la complejidad deriva del juego de espejos confrontados que va desarrollando el texto. Blanco encarga a Azul, detective discípulo de Castaño, que vigile a Negro (no se sabe ni se sabrá para qué), para lo que le facilita un apartamento frente al de éste, y que le envíe periódicamente informes escritos de todo lo que observe. Ya está. El germen de lo que, a partir de esa situación, va a ocurrir, se sugiere en un párrafo casi al comienzo. Azul vigila a Negro. “De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira”. En lo que se refiere a los nombres de los personajes, todos de colores excepto cuando son ficciones dentro de la ficción, al margen de que los apellidos con nombres de color son muy comunes en la lengua inglesa, el asunto tiene, sin duda, su vertiente simbólica que enriquece y matiza la lectura, toda vez que, por ejemplo y según Schneider citado por Cirlot, “El azul, entre el blanco y el negro (día y noche) indica un equilibrio…”. Pero, por otra parte, el azul se asimila al negro, se identifican. Etcétera.

jueves, 26 de mayo de 2016

Una investigación filosófica, de Philip Kerr


Una investigación filosófica
Trad: Mauricio Bach
Editorial Anagrama
Barcelona, 2015

Philip Kerr construye una parodia de la ya paródica obra de Thomas de Quincey “El asesinato considerado como una de las Bellas Artes” al filo de la lógica de Wittgenstein, que se esfuerza en dar fundamento a los crímenes sin motivo o “tipo Hollywood”, como los denominan esos polis británicos del año 2013, aunque ya pasado, futurista porque la novela está publicada en 1992. Que el futuro profetizado no acierte mucho en su profecía, en cuanto a ambiente, tipo de sociedad, etc, es lo de menos. El relato es entretenido y los diversos referentes culturales utilizados en el desarrollo de la trama y la elaboración del contexto, son barajados hábilmente y, de paso, el autor juega a depositar en la mente del lector, al igual que sucede en la humorística obra de De Quincey aludida, deletéreas ambigüedades éticas culminadas por una simpática guinda: ¿Dónde se ha visto que una inteligentísima y guapísima inspectora jefe (de un feminismo de raíces freudianas) se enamore del, igualmente inteligentísimo, asesino? Enclitofilia muy peculiar (toda vez que se manifiesta en una policía) que se produce paulatinamente a lo largo del enfrentamiento dialéctico (y como consecuencia de éste) con el homicida que le supone a Jake, la inspectora, su persecución.
La altura intelectual de los personajes, desde el criminal en serie (el principal, porque hay dos), pasando por alguna de las víctimas que tenemos ocasión de conocer, un asesor filosófico (sic) de Scotland Yard, hasta un poli chino genio de la informática o la misma inspectora Jakowicz, no es lo más común en las novelas del género policíaco. Y eso le da otro sesgo que contribuye a su originalidad. Además, las constantes alusiones a temas filosóficos y literarios obligan a quien quiera hacer una lectura rica del texto a conocer a los autores que se mencionan, Wittgenstein, Bertrand Russell, Platón, etc y lo fundamental de su obra. Aunque no es imprescindible, el nivel de lectura será diferente sin noticia de todo esto.
Una buena novela para un fin de semana nublado y depresivo. Incluye postrera concesión al sentimentalismo que puede ser una buena coartada para llorar por nuestra depresión culpando del llanto a la lectura: “Jake esperó a que retirasen las cámaras de televisión antes de acercarse para ver en la pantalla del cajón lo que estaba tecleando el técnico. Era el epitafio de Esterhazy. Reconoció los versos de La tierra baldía, los que seguían a la aparición de la chica de los jacintos.

Tus brazos llenos y tu pelo mojado, no podía
hablar y me fallaban los ojos, no estaba ni
vivo ni muerto, ni sabía nada,
mirando en el corazón de la luz, el silencio.
Oed’ und leer das Meer.

Jake se secó una lágrima, recogió el jacinto y salió a la luz del sol”.

Y, finalmente, una auténtica sorpresa en un brevísimo colofón de seis líneas en la última página, que va contra toda lógica porque no puede haber sido escrito por quien ha sido escrito y dota al relato de una dimensión mística y epifánica, la misma que ha tardado en ser descubierta en la obra de Wittgenstein y en la que algunos, quedándose en la superficie, aún no han reparado.

viernes, 6 de mayo de 2016

Nebiros, de Juan Eduardo Cirlot


Nebiros
Edición y epílogo de Victoria Cirlot
Editorial Siruela
Madrid, 2016

Verdadera sorpresa la que me llevé hace unos días al encontrar, en la sección de novedades de una librería, una novela del que considero uno de los mejores poetas españoles, si no el mejor, del siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno. Y es que no ubicaba yo a Cirlot dentro del género. Aparte de poeta, lo sabía especialista en simbología, en arte, crítico musical y de cine… Pero, ¿novelista? El encuentro con “Nebiros” fue mi primera noticia al respecto. Y no es raro que, a pesar de haber hecho un seguimiento, si no exhaustivo muy intenso, del autor catalán, nunca me haya topado con ninguna novela suya. Porque esta fue, al parecer y que se sepa hasta la fecha, la única que escribió, allá por 1950. Y el dudoso “mérito” de que no se pudiera publicar y quedase inédita hasta este año 2016 se le debe a la censura franquista. Con motivos (no me atrevo a llamarlos argumentos) tan ridículos que avergonzarían hoy día hasta a una monjita de clausura, fue vetada esta obra dos veces consecutivas por los cancerberos del poder, la moral y las buenas costumbres. A partir de entonces, la trayectoria del libro fue ciertamente rocambolesca. A pesar de que Cirlot, como cuenta su hija en el epílogo, destruyó todo aquello anterior a 1958 que, por una razón u otra, no se había publicado, “Nebiros” se salvó. Victoria Cirlot encuentra casualmente una copia entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. Pero la novela parecía escurridiza. Se volvió a extraviar. Hasta que en el año 2015 Enrique Granell y Victoria hallan otro ejemplar en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares . Y, esta vez sí, el relato se publica, curiosamente en las fechas en que se cumplen los cien años del nacimiento del poeta. Pero no queda con esto totalmente resuelto el tema. Si la narración no fuese, por sí misma, suficientemente misteriosa al mismo tiempo que esclarecedora, sigue quedando la duda de si la novela que en esta edición leemos está completa o mutilada, debido a posibles aspectos disparejos, en cuanto a presentación (interlineado, por ejemplo), que pudieran haber existido entre las distintas copias. La duda surge porque el que iba a ser el editor en el año 1951-52, José Janés, se dirige al censor diciéndole que el libro tiene doscientas páginas y el censor número 20, el primero de los dos encargados de leerlo, alude a las páginas 157 y 173 cuando el original que Granell y Victoria rescatan en el AGA tiene 148. ¿Texto más apretado en una copia que en otra o falta una tercera parte en esta edición? Tal vez un día lo sepamos. Hasta entonces, si ese día llega, tenemos esta versión, indudablemente interesante. No sólo para los cirlotianos, que cada día engrosan sus filas, sino para todos los amantes de la buena narrativa.
Y, comentando ya un poco el relato, más allá de las peripecias que lo rodean, ¿por qué se llama Nebiros?, ¿qué significa esa palabra? Aunque eso se aclara en el desarrollo de la narración, lo explicaré de pasada sin temor de destripar ninguna clave que deba permanecer en secreto para conservar el interés de la lectura. Nebiros (castellanización de Nebirus) es el nombre de un demonio que el personaje central de la novela (cuyo nombre no sabemos) encuentra en un libro. “Tímidamente, como si se aproximara a una zona enemiga –escribe Cirlot- se fue acercando a los puestos de libros. No veía nada; ni títulos ni portadas. Solo una vibración luminosa y un movimiento de vaivén. Después el campo de su visión se fue tornando nítido y distinguió con precisión un título de letras muy pequeñas, escrito en el lomo de un librito casi oculto entre una masa gris. Decía: Los Secretos del Infierno.



Y, dentro de ese libro:


Nebiros, el demonio del pecado desconocido. Los otros diablos tienen encomendado cada uno un pecado: lujuria, gula, avaricia, etc. De “Nebiros se decía que sus dominios consistían en un pecado que alude la Biblia, que no se puede nombrar o, mejor dicho, del cual se ignora la esencia”. Esta entidad, o su evocación, irá persiguiendo o acompañando a nuestro personaje a lo largo de su periplo a veces atormentado, a veces exaltado o visionario, por la nocturnidad de la ciudad cuyo nombre tampoco sabremos. Alucinaciones o revelaciones alternarán con derrumbamientos anímicos, con fases depresivas y negras, de tintes nihilistas, en un movimiento pendular, casi bipolar, teñido de angustia y luego de esperanzas que a continuación le parecen falsas, ilusorias.
El escenario exterior: una zona miserable, prostibularia, zona de puerto que podría ser Barcelona (que, con toda seguridad, está inspirada en Barcelona). Los espacios en los que, como en casillas de un juego de la oca delirante, va recalando, casas de lenocinio, muelles, bares, plazas, su propio hogar… todos ellos oníricos, todos ellos con sabor a sueños, así como los otros personajes: desde una niña de dos años abandonada en la madrugada fría de una gótica placita solitaria hasta los fantasmales parroquianos de un bar tal vez llamado “Nebiros”, la prostituta de cuerpo monstruoso identificada con la mítica Lilitu bíblica o la mujer de la limpieza que es la chica de ojos verdes que se cruza en su caminata montada en un coche blanco que es su antiguo y único amor que lo abandonó que se llamaba Sybille Schmidt, actriz expulsada del cine por los nazis por no representar el prototipo ario (y es curiosa la repetida recurrencia del autor a actrices en su obra –la Schmidt, Susan Lenox, Inger Stevens o Bronwyn-Rosemary Forsyth-), ecuaciones que no son extrañas en una obra que no deja de recordar, repetida y regularmente, la simultanea multiplicidad y unidad del ser, idea que, junto a otras de filiación gnóstica, oriental o, en cualquier caso, tradicional en el sentido profundo del término tradición, emparentadas con ella, como, por ejemplo, lo ilusorio de lo que percibimos, (Contemplaba los tranvías, los autobuses muy iluminados de dos pisos, y sonreía como el que asiste a una sesión de magia blanca.“Nada de esto existe”, parecía pensar.) y en constante lucha dialéctica con sus aparentemente opuestas, sin que se llegue a una solución final, a una síntesis, sino más bien a unos puntos suspensivos que parecen indicar que la búsqueda, la demanda, continúa siempre, sitúan la novela en el ámbito de un cierto existencialismo que pudo parecerle pesimista a los censores, lo que explica su absurdo veredicto: “Libro fatalista, saturado de contradicciones y pesimismo, cuyo protagonista –un imaginativo sexual, tímido y sin fe-, después de un largo paseo por el barrio de los prostíbulos de su ciudad, en el que se le ocurren los más paradójicos y peregrinos comentarios, llega a la escéptica conclusión que toda ansia de superación y mejora espiritual es inútil”. Genial. Como lector, el censor no merece ni un aprobado raspado. Ni como redactor: véase el imperdonable queísmo. Y, para acabar de rematar su gloriosa intervención, los censores pontifican en el segundo informe: “De una moralidad grosera y repugnante. No se debe autorizar”. En fin. Lo cierto es que la novela, de poético discurso y profundidad filosófica, nos pasea por el rico universo de la estética y las ideas cirlotianas que emanan del resto de su obra. De hecho, el lector atento podrá encontrar resonancias de otros libros de JEC escritos hasta entonces.