Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.

lunes, 28 de marzo de 2016

Cartas a Theo, de Vincent Van Gogh


Cartas a Theo
Trad: No figura
Barral Editores
Barcelona, 1972

Vincent Van Gogh, además de ser un genial pintor incomprendido en vida, también escribió. Sobre todo, cartas. En torno a ochocientas, muchas de ellas fueron dirigidas a su hermano Theo, protector y admirador de Vincent a lo largo de sus vidas. De estas últimas figura una notable selección en el libro que comento hoy.
La mayor parte de los textos que integran el volumen se centran en la obsesión de Van Gogh por llegar a comprender y a realizar la esencia de la pintura. Página tras página va detallando a su hermano el trabajo de cada día, la aventura a la que se entrega en la caza del alma de personajes y paisajes, en dibujos, estudios, cuadros, de los cuales envía croquis a Theo, algunos de los cuáles se reproducen en el libro.
Dentro de su preocupación casi exclusiva por la obra, ocupa un lugar preponderante el color, su teoría y su análisis, color del que acabamos descubriendo la dimensión expresiva y simbólica que implica en su creación. tema en el que se extiende hasta el punto de llegar a hacerse pesado en ocasiones para el lector ajeno al arte pictórico, de no ser porque dichas reflexiones, tan extensas a veces, se intercalan entre párrafos que nos muestran al ser humano, sus problemas, su exaltada, auténtica, solidaria y universal espiritualidad, su drama, sus ilusiones, sus altibajos, sus amores siempre frustrados, su trágica enfermedad, su amarga experiencia de marginado que, como suele ocurrir en este mundo, sería, años después de su muerte, elevado a las más altas cumbres dentro de la historia del arte. A veces, él mismo parece predecir eso en sus líneas: “Llegará un día, sin embargo, en que se verá que esto –se refiere a sus cuadros- vale más que el precio que nos cuestan el color y mi vida, en verdad muy pobre”, “…pues, igual que el vino guardado en la bodega será normal que alcance una valoración”…
Y, a pesar de que, en su libérrimo estilo epistolar, salta de un tema a otro, en ocasiones sin lógica ninguna ni ningún tipo de hilazón (quizá a causa de sus crisis mentales), lo que puede hacer farragosa la lectura, no dejamos de encontrarnos muy a menudo con párrafos que muestran a un escritor de altura y a un pensador (tal vez intuitivo) de notable profundidad: 
“Yo confieso no saber por qué será, pero siempre la vista de las estrellas me hace soñar, tan simplemente como me impulsan a soñar los puntos negros que representan en el mapa las ciudades y los lugares. ¿Por qué, me pregunto, los puntos luminosos del firmamento nos serían menos accesibles que los puntos negros en el mapa de Francia?
Si tomamos el tren para irnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para irnos a una estrella.
Lo que es realmente cierto en este razonamiento es que, estando en vida, no podemos irnos a una estrella; lo mismo que estando muertos no podemos tomar el tren.
En fin, no me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celeste, como los barcos a vapor, los ómnibus y el ferrocarril, lo son terrestres.
Morir tranquilamente de vejez sería ir a pie”.
(…)
“Me encontraré entonces con que no sólo las Bellas Artes, sino también todo lo demás, no eran más que sueños, que uno mismo no era nada. Si somos tan ligeros como esto, tanto mejor para nosotros, ya que nada se opone entonces a la posibilidad ilimitada de la existencia futura. De donde se explica que en el caso actual de la muerte de nuestro tío, el rostro del muerto estaba calmo, sereno y grave. Cuando es un hecho que en vida él no era así, ni con mucho, ni siendo joven ni cuando viejo. Tan a menudo he comprobado un efecto como este al observar a un muerto profundamente, como para interrogarlo. Y esto es para mí una prueba, no la más seria, de una existencia de ultratumba.
Igualmente un niño en la cuna, si se lo mira cómodamente, tiene el infinito en los ojos. En total, yo no sé nada, pero precisamente este sentimiento de no saber hace la vida real que vivimos actualmente comparable a un simple viaje en un ferrocarril. Se va rápidamente, pero no se distingue ningún objeto de cerca, y, sobre todo, no se ve la locomotora”.
(…)
“Sufrir sin quejarse es la única lección que hay que aprender en esta vida”.

“Cartas a Theo” es, por tanto, un libro de obligada lectura para artistas pintores, críticos de arte y otros profesionales de ese ámbito y muy conveniente para los admiradores de Van Gogh y los aficionados tanto a los materiales biográficos como a la buena literatura en general.

martes, 1 de marzo de 2016

Port Tarascón, de Alphonse Daudet


Port Tarascón
Trad: Teresa Doménech
Editorial Ramón Sopena
Barcelona, 1967.

La novela que hoy comento es la tercera y última de la famosa trilogía que el autor dedicó a Tartarín, ese “Quijote con piel de Sancho”, como lo denominó el mismo Daudet. Las dos primeras fueron “Tartarín de Tarascón” y “Tartarín en los Alpes”. Las tres, disparatadas, rebosan un humor inteligente no exento de una ácida crítica social. Si en la obra inicial el “héroe” gordito y burgués marcha a África a cazar leones y en la segunda se convierte en intrépido alpinista, regalando a cada momento al lector abundantes y sabrosas risas, en esta que cierra la serie el “intrépido aventurero” provenzal será el gobernador de una remota isla, que ha sido “comprada” con la ayuda de un supuesto conde, en la que los tarasconenses pretenden establecer una colonia (Port Tarascón) a la que trasladarse. Pues, como Tartarín dice, “¡Branquebalme querido, estoy descontento de Francia!... Nuestros gobernantes hacen lo que quieren”. A partir de esa sentencia y a lo largo de las tres partes del libro, el regocijo está asegurado. Episodios impregnados de un surrealismo delirante van desfilando sin acabar de agotar nuestra capacidad de sorpresa.
En cuanto al paralelismo que estableció entre el Quijote y Tartarín su propio padre, no es en absoluto descabellado ni gratuito. Ambos, el hidalgo manchego y el aventurero provenzal son unos mitómanos chiflados de aquí te espero. Si uno convierte molinos en gigantes, el otro transmuta burros en leones; si Don Alonso nombra gobernador de una ínsula ideada por bromistas a su fiel Sancho, el otro acaba siendo gobernador de otra no por distinta menos delirante. Si uno es motivo de la perplejidad y la burla de cuantos se cruzan en su camino, así el otro. Víctimas ambos de una sociedad que no comprende sus altos ideales, terminan, de forma similar, poniendo los pies en el suelo, aterrizando vencidos por la vulgaridad del principio de realidad. Señores -dirá uno-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Y el otro: “¡Ah! ¡Vamos!... ¡Lo de Napoleón! ¡Qué tontería!... El sol del trópico me había calentado los sesos (…). Ahora lo veo claro. Los tarasconenses me han abierto los ojos. Es como si me hubieran operado de cataratas”. Con tal melancólica vuelta a la lucidez, que implica la muerte, acaba, como la de Don Quijote, esta historia; dejándonos, después de tantas risas, un amargo perfume de tristeza.