Una pena en observación
Traducción: Carmen Martín Gaite
Editorial Anagrama
Barcelona, 1994
C. S. Lewis, el autor irlandés de
la saga fantástica “Las Crónicas de Narnia” entre otras obras, se casó en 1956
con la poetisa estadounidense Joy Gresham, diecisiete
años más joven que él. Lo que en principio fue un matrimonio simplemente aceptado
por el escritor para que su amiga pudiese conseguir el permiso de residencia
que le había sido negado por el gobierno inglés, lo redescubrieron pronto ambos
como un amor apasionado. Tras diagnosticársele a Joy un cáncer de hueso, muere
en 1960, dejando a Lewis completamente desolado. Esta historia se ha recreado
en la película de Richard
Attenborough, “Tierra
de penumbras”, que puede verse entrando en este link.
Después de la muerte de su esposa,
C. S. Lewis escribe en varios cuadernos las notas que darán origen al libro que
comento.
Aunque, al menos en esta edición
española, “Una pena en observación” está publicado dentro de una colección de
narrativa, no se trata de un texto que pueda enmarcarse dentro de ninguno de
los géneros etiquetados como tal. Ni es una novela, ni larga ni corta, ni son
cuentos. En caso de querer clasificarlo tendríamos que meterlo bajo el amplio
cobijo del ensayo literario. Es, sin embargo, lo de menos a la hora de abordar
esta pequeña obra maestra en la que el escritor desnuda su alma herida, con una
sinceridad y una maestría equiparables.
Inmerso en el duelo de la pérdida,
busca respuestas de manera desgarrada y lúcida a un tiempo, poniendo bajo la
lupa de su reflexión a su propio sufrimiento, a la amada desaparecida, a Dios y
su silencio.
Si hay que señalar un rasgo
sobresaliente de este libro, aparte de su indudable poesía y su profundidad
meditativa, es, insisto, su sinceridad sin concesiones a nadie, empezando por
el mismo autor. La autocrítica sin masoquismo está presente como un escalpelo
que no duda en hendirse a la hora de sacar la verdad a la luz. “Por primera vez he vuelto atrás y he estado
leyendo estas notas. Me he quedado horrorizado. Por la forma en que he venido
hablando, cualquiera tendría derecho a pensar que lo que más me importa de la
muerte de H. son sus efectos sobre mí mismo”(...) “¿Qué clase de amante soy yo, pensando tan sin cesar en mis
tribulaciones y tan poco en las de ella?” (…)“Seguramente la fe –creo que será fe- que me permite rezar por los
otros muertos me ha parecido fuerte sólo porque no me ha importado en realidad…”.
También cuestiona al destino y a Dios y se rebela: “El destino (o lo que quiera que sea) se deleita en crear una gran
capacidad para luego frustrarla. Beethoven se quedó sordo. Medido por nuestro
rasero, una broma cruel; la sarcástica triquiñuela de un imbécil rencoroso”.
Duda, se atormenta por la suerte de su esposa: “Me dicen que H. es ahora feliz, me dicen que descansa en paz. ¿Qué les
hace estar tan seguros de esto?”(...)“«Porque
ella ahora está en las manos de Dios». Pero si esto fuera así, tendría que
haber estado en manos de Dios todo el tiempo, y yo he sido testigo del trato
que esas manos le dieron en la tierra. ¿Van a volverse más cariñosas para
nosotros justo en el momento en que nos escapamos del cuerpo? ¿Y por qué razón?
Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos:
o Dios no es bueno, o no existe; porque en la única vida que nos es dado
conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera
nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede
seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como
antes”. Para darnos cuenta del alcance de estas reflexiones, hemos de
considerar que estamos ante un inteligentísimo apologeta del cristianismo, ateo
en su juventud. Su encarnizada lucha consigo mismo y con Dios recuerda la pelea
de Jacob con el ángel o al Blas de Otero de “Ángel fieramente humano” o “Redoble
de conciencia”.
Después de la pugna y, tras poner
en solfa la validez del mismo texto que escribe (“¿Por qué le doy cabida en mi mente a tanta basura y bagatela? ¿Acaso
espero que disfrazando de pensamiento a mi sentir, voy a sentir menos
intensamente? ¿No son todas estas notas las contorsiones sin sentido de un
hombre incapaz de aceptar que lo único que podemos hacer con el sufrimiento es
aguantarlo?”), tras pasar por las fases de negación, negociación y
aceptación tantas veces descritas por psicólogos y tanatólogos, una experiencia
casi mística (no sabemos si real o inventada -¿qué es lo real?-) lo conduce a
un reencuentro con su mujer. Finalmente, cierra el libro con unas hermosas y
esperanzadoras líneas: “¡Qué cruel sería
convocar a los muertos caso de que pudiéramos hacerlo! Ella dijo, no
dirigiéndose a mí, sino al sacerdote: «Estoy en paz con Dios». Y sonrió. Pero
no me sonreía a mí. Poi si tornò all’terna
fontana”.
“Una pena en observación” es, por
un lado, ya lo he dicho, una pequeña joya de la literatura universal. Por otro,
un texto altamente recomendable para quienes han perdido a un ser amado, así
como para figurar entre las lecturas de psicólogos y tanatólogos. También tiene
sus lectores contraindicados. Ni ateos ni fanáticos religiosos deberían
aventurarse en sus páginas, pues sólo conseguirán agarrar un cabreo inútil.
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