Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.
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martes, 28 de septiembre de 2021

EL HOMBRE QUE YA NO TENÍA NADA QUE HACER, de Peter Bichsel

EL HOMBRE QUE YA NO TENÍA NADA QUE HACER
Peter Bichsel
Traducción: José A. Santiago Tagle
Ilustraciones y cubierta: Alfonso Ruano
Ediciones SM
Madrid, 1992

Leí este libro por primera vez cuando tenía veintiún años, allá por 1973, pero bajo el título de “Cosa de niños”, más cercano al original alemán “Kindergeschichten”, que significa algo así como “Historias de niños”. Con posterioridad, lo he visto publicado un par de veces más al menos, llamado de distintas maneras; una, esta que presento aquí y otra, en la que se le denominó “Una mesa es una mesa”, ambas toman el nombre del tomo de alguno de los cuentos que lo integran. Todas las ediciones están conformadas por los mismos siete relatos, unos relatos en los que el juego con los conceptos, con el lenguaje, y la subversión de la idea consuetudinaria de la realidad, son la clave de un originalísimo humor que destila una filosofía inductora de un asombro muy parecido al de la infancia que se sumerge en el mundo por primera vez con una sensibilidad virgen.

¿Qué dirían de un hombre que quiere comprobar que la tierra es realmente redonda caminando siempre en línea recta hasta encontrarse nuevamente en el mismo lugar del que ha partido? ¿O de otro que decide cambiarle el nombre a todas las cosas y llamar a la mesa, vaso, al vaso caballo, al caballo, planeta…? ¿Y si resultara que América, en realidad, no existe? ¿Qué pensarían de un inventor que inventa cosas que ya están inventadas? ¿Puede alguien llegar a no querer saber nada y olvidarlo todo voluntariamente? De semejantes supuestos parte Peter Bichsel y desde ellos va construyendo delirantes historias que no dejarán de maravillarnos, asombrarnos, hacernos reír y hacernos pensar.

Es una de esas obras que (como, por ejemplo, “El Principito”) están consideradas infantiles y que no lo  son en modo alguno.  Aunque, naturalmente, puede ser leída por un niño, su profundidad y la inteligencia de su humor, la sitúan en el  territorio de un público  lector más universal.

Si, por alguna razón, la vida llegase a implicarme en algún “donoso escrutinio” similar al que hacen el cura y el barbero en la librería del Quijote, sin duda alguna que, de encontrarse en los anaqueles, este del que aquí he hablado sería uno de los libros que salvaría.




martes, 14 de septiembre de 2021

Chiquillos, de William Saroyan

Chiquillos
William Saroyan
Traducción: Luis Landínez
Ediciones G.P.
Barcelona 1959

Narrados con humor y ternura en un lenguaje sencillo, los relatos que componen este libro reflejan los recuerdos de un inmigrante armenio en la Norteamérica de la Gran Depresión, que incluyen la añoranza de la tierra natal y el orgullo por su cultura y también la solidaridad ante forasteros en circunstancias parecidas, como en “Los mejicanos”, lo que los hace estar muy de actualidad.

No tienen tramas complejas ni alambicadas, ni sorpresa final. Son como las anécdotas del día a día que se cuentan entre sí los amigos, muy próximos a determinado minimalismo, en cierta tradición americana en la que podríamos incluir los cuentos de Carver, con el que, por supuesto, y a pesar de la crítica social que emana de sus textos, no comparte la amargura ni el escepticismo, sino que, dentro de esta línea de un realismo expresado en un lenguaje desnudo, sabe encontrar la poesía de lo cotidiano.

Saroyan destila un hondo humanismo; se conmueve, y nos hace conmovernos, ante humildes detalles, ante las pequeñas tragedias de sus personajes. Ante el albañil que enluce feliz una pared mientras traba amistad con unos niños y ante el pobre Sam, que morirá a los dieciséis años y que lloraba siempre aunque la gente creía que se estaba riendo. Y sonríe y se sorprende y se conmueve con Elmer, empeñado (para perplejidad de todos) en celebrar un campeonato de ascensoristas para demostrar que es el mejor de esa profesión.

A través de la vida de una galería de personajes, novelescos aunque comunes, explora la naturaleza humana y refleja el pensamiento simple de la gente de la calle mientras expone, entrelíneas, una profunda filosofía, ya vitalista, ya trascendente.

Es una lástima en esta vieja edición la traducción no del todo buena y la gran cantidad de erratas propias de algunas colecciones populares de la época. Y, aunque el lector avispado puede subsanarlo en un ejercicio de lectura crítica, no estaría mal que algún editor se animase a volver a publicar esta obra en español.


sábado, 28 de mayo de 2016

La puerta en el muro, de H. G. Wells


La puerta en el muro
Trad: R. Vilagrassa
Editorial Acantilado
Barcelona, 2003

Difícil es encontrar este pequeño relato mencionado entre las principales obras del autor, a pesar de que se trata de una de las mejores, por encima de “La máquina del tiempo”, “La guerra de los mundos” o “El hombre invisible”, si no la mejor. Lo leí por primera vez en su versión original en inglés, “The door in the wall”, encabezando otros cuentos de H.G. Wells en un tomo publicado por Penguin Books. No hace muchos días que conseguí esta edición en castellano. Y tanto entonces, hace unos cuarenta años, como ahora, la narración me ha parecido genial, una rara joya literaria llena de fuerza poética y con un sutil poder de evocación.
Lionel Wallace encuentra, en su infancia, una puerta verde en un muro. Tras dudarlo mucho, la abre, entra y se ve inmerso en un mundo aparte, fascinante, en el que todo es felicidad y maravilla. El resto de su vida estará marcado por la añoranza de aquel lugar, con cuya entrada se topará varias veces, rechazándola siempre, urgido por cuestiones prácticas: conseguir una beca, una cita amorosa, el poder político… Pero, a pesar de estos tropiezos, el recuerdo de aquel paraíso y la tristeza por su ausencia nunca lo abandonarán. El final, que cada cual interpretará en función de su westalchaung, será demoledor y aleccionador para unos (en burda exégesis positivista) y luminoso y enigmático para otros. Y, admitan o no su validez, todos podrán reconocer en "La puerta en el muro" la idea gnóstica de la nostalgia del ser humano por el lugar ultraterreno del que procede y por la condición desde la que ha caído, idea presente en tantos textos tradicionales, como “El himno de la perla”, por ejemplo, o la obra de Platón. Véase en el Fedro: “Cuando un hombre apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de este mundo…”.

lunes, 4 de abril de 2016

El hombre de la arena y otros cuentos, de E.T.A. Hoffmann


El hombre de la arena y otros cuentos
Editorial Magisterio Español, S.A.
Madrid, 1972

Aunque el movimiento romántico fue un importantísimo punto de inflexión en la historia de la literatura y muchas de sus obras influencia definitiva y fructífero semillero para las letras posteriores, su producción ha envejecido mal. Efectivamente, mientras que el lector actual sigue disfrutando de literatura de épocas anteriores, como el Romancero, Quevedo o Garcilaso, sin grandes impedimentos, muchos textos narrativos, poéticos, teatrales, de aquella tendencia que acompañó al Mal du siècle se nos caen de las manos debido a un estilo que resulta artificioso y cursi para el gusto de hoy.
Es lo que, en gran medida, ocurre con el libro que comentamos en esta entrada. Traducidos por primera vez, total o parcialmente, al español por Carmen Bravo Villasante para esta edición de 1972, los siete cuentos que integran el volumen no carecen, en absoluto, de interés, siempre que hagamos el esfuerzo de intentar situarnos en el contexto en el que fueron creados para poder, así, tener una perspectiva ecuánime una vez poseamos una cierta visión de los distintos valores que impregnaban la sociedad en la que le tocó escribir a Hoffmann.
Ninguno de los relatos conseguirá despertar la más mínima inquietud (y mucho menos sentimientos de terror o angustia) en el lector de nuestro tiempo, lo que es perfectamente explicable si se tiene en cuenta que, si hay un subgénero que caduque con toda seguridad (llegando muchas veces a provocar más risa que miedo), ese es el género de horror.
Obviado esto, no hay que olvidar que las obras literarias de calidad, si bien pierden con el paso del tiempo algunas de sus virtualidades, pueden conservar determinadas virtudes debidas a la maestría de su creador, virtudes que no están a merced del transcurrir de los años y las modas. Son estos los rasgos que las convierten en clásicos y las hacen merecedoras de seguir siendo publicadas y leídas.
Tendremos, sin embargo, insisto, que enfundarnos en levitas o mirar el mundo a través de los ojos de una frágil damisela que se sonroja ante la más ingenua expresión amorosa o se desvanece por sólo oír nombrar a un hipotético fantasma, acompañados de seres arteros y malvados, los antagonistas que luchan por hacer el mal, para entrar en el universo que Hoffmann nos propone en estos cuentos.
“El hombre de la arena”, relato que abre el libro, arranca con un personaje que a la gente de cierta edad no dejará de recordarle otros ya tradicionales e inmersos en el ideario colectivo: el hombre del saco, los mantequeros, etc. Pronto, como suele ser habitual en este autor, deriva sutilmente hacia parámetros más positivistas, más “realistas”, sin abandonar por eso sus dosis de cursilería romántica pero dotando al terror de una dimensión psicológica más moderna, que otros autores, como Kafka, se encargarán de hacer avanzar sin llegar aún a la otra vuelta de tuerca magistral que nos ofrece, por ejemplo, Borges en narraciones en las que lo fantástico, teñido a veces de un terror que puede llegar a enfermarte, se nos hacen presentes arrojando el reto de su difícil superación. Un ejemplo del genial autor argentino: “Tigres azules”.
Siguen a este primer cuento otros seis, de extensión variable pero todos ellos centrados en apariciones espectrales, vampirismo que más parece necrofagia, algún folletín entreverado de inquietantes sospechas pecaminosas y, aún más, sacrílegas, una narración larga cuyo título, “Datura fastuosa”, planta llamada también “Trompeta del diablo”, constituye una complicada metáfora que implica un cierto conocimiento de esta especie vegetal y sus propiedades para ser entendida, y que ataca y critica duramente la orden de los jesuitas y un cuento final, “La curación”, muy corto y quizá el más flojo.
En todos los textos están presentes el terror, la fantasía, a veces el anticlericalismo y/o una dura crítica a las convenciones morales y sociales de la época, junto a historias y sentimientos de amor, más o menos puro o perverso.
Un buen libro, éste o cualquiera de las compilaciones de sus cuentos hoy día ya suficientemente publicadas en español, para empezar a conocer a un E.T.A. Hoffmann diferente al autor de la historia de Cascanueces que dio lugar al famoso ballet de Tchaikovsky.

sábado, 27 de febrero de 2016

Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet


Cartas desde mi molino
Trad: Pedro Darnell
Salvat Editores
Navarra, 1972.

En este libro, compilación de pequeños relatos publicados previamente en la prensa diaria, el creador del entrañable y desternillante Tartarín, se sitúa imaginariamente en un molino de su querida Provenza para contar desde allí a los lectores historias que, a veces, poco tienen que ver con aquel entorno. Porque, si bien es verdad que nos conmoverá con narraciones allí ubicadas, como la de “La diligencia de Beaucaire” y el desgraciado afilador, “El secreto de maese Cornille”, el pobre molinero enloquecido, o “La Arlesiana” y su terrible tragedia, y nos arrancará sonrisas con “La mula del Papa”, que esperó siete años para vengarse con una coz” o “El elixir del reverendo padre Gaucher”, también es verdad que, de pronto, Daudet se nos larga a África y a los recuerdos de sus vivencias allí, de un claro regusto colonialista que no agradará mucho e incluso ofenderá, tal vez, a determinadas sensibilidades (a las que aconsejo que se abstengan de esta lectura).
Mas, cuestiones ideológicas y políticas aparte, es justo dejar claro que la prosa de este escritor francés, plena de oficio y rezumante de un sentido poético que no le impide el dibujo naturalista de los entornos geográficos y humanos en que se mueve, figura, con pleno derecho, entre las mejores.

sábado, 25 de abril de 2015

La trama celeste, de Adolfo Bioy Casares




















Alianza Editorial
Madrid, 1999

Siendo muy joven, leí “La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares. Me fascinó. De ella dice Jorge Luis Borges: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”. Perfecta es. Y el final, alucinante. Poco después, encontré otros libros de relatos suyos, como “Diario de la guerra del cerdo” o “El héroe de las mujeres”. Me decepcionaron y abandoné la lectura de este autor. Hace poco, casualmente (estaba perdido en el Campo de Agramante que constituye mi biblioteca), apareció un libro de relatos de Bioy, “La trama celeste”. Tal vez lo compró mi hijo.
Comencé a leerlo con recelo. No confiaba en ese autor que me entusiasmó con su fábula de una máquina que creaba sueños capaces de enamorar hasta atrapar y que luego me frustró con cuentos que me aburrían.
El libro que hoy comento está integrado por seis narraciones de extensión desigual pero hilvanadas por el maridaje entre lo que llamamos realidad y lo fantástico. Digamos, intentando explicarnos mejor, que lo maravilloso se encastra en el mundo cotidiano, de manera parecida a como ocurre con la narrativa de Borges, adquiriendo, lo que realza la ficción, unos visos de verosimilitud que hacen que los cuentos sean más inquietantes. Es cierto que el primero, “En memoria de Paulina”, culmina con la inesperada aparición de un fantasma. Sería de los más convencionales. “De los reyes futuros”, el segundo, mantiene la intriga hasta el final, planteando una situación perfectamente factible con matices, y nos recuerda (y aterroriza más que aquel) el relato de H.G. Wells, “La isla del doctor Moreau”. Pero, aunque en este resuenen tanto las teorías de la evolución darwiniana como los proyectos prometeicos de Frankenstein, los dos títulos en los que determinadas tesis científicas se hacen más presentes son “La trama celeste” (que da título al volumen) y “El otro laberinto”. En ambos, el telón de fondo lo constituyen muy discutidas y controvertidas conclusiones de la Física Cuántica. En el primero, la teoría de los infinitos mundos paralelos en el que cada uno de nosotros llevaría una existencia con variables. Es, desde el punto de vista literario, el mejor, a mi juicio: de texto hermosamente trabado y amena lectura, nos lleva de sorpresa en sorpresa. “El otro laberinto”, que se centra en el tema (también cuántico) de la simultaneidad del tiempo (es decir, su inexistencia), es eso: un farragoso laberinto fatigoso de descifrar, al igual que el último, “El perjurio de la nieve”.

No se trata de un libro redondo, por lo tanto. Pero sus numerosos aciertos hacen aconsejable su lectura.

viernes, 8 de agosto de 2014

Sueños olvidados y otros relatos, de Stefan Zweig


Sueños olvidados y otros relatos
Selección y traducción: Genoveva Dieterich
Alba Editorial
Barcelona, 2011

“Sueños olvidados y otros relatos” es una compilación de narraciones del escritor austriaco Stefan Zweig, seleccionadas y traducidas por Genoveva Dieterich. Como resulta que el volumen carece de introducción, prólogo o cualquier clase de explicación, no se puede saber el criterio que Genoveva ha utilizado para elegir estos textos y no otros. Algunos entran en la categoría del cuento, mientras que un par de ellos pueden considerarse novelas cortas. El libro tiene, en total, una extensión de 324 páginas. Lo conforman los siguientes siete títulos: “Sueños olvidados”, “La estrella sobre el bosque”, “Historia en la penumbra”, “Angustia”, “La colección invisible”, “Confusión de los sentimientos” y “Mendel, el de los libros”. Exceptuando el último, todos ellos tienen un ramalazo de misoginia, más sutil en unos casos, menos en otros. Y casi todos, menos “La colección invisible” y otra vez el último, “Mendel el de los libros”, son historias de amor y/o desamor.
“Sueños olvidados”, el primero y más breve de todos estos relatos, trata de una mujer que, entre casarse por amor o por dinero, elige lo segundo.
En “La estrella sobre el bosque” un camarero de hotel ama en silencio a una de las huéspedes, mujer de clase alta que lo ignora, a él y a sus sentimientos. Involuntariamente, la dama acaba convirtiéndose en la causa del suicidio del empleado.
“Historia en la penumbra” de ambiente misterioso y poético, narra la peripecia de un adolescente que, noche tras noche, en las sombras de un jardín, va enamorándose de una mujer que le oculta su identidad y juega con él hasta llegar a ser una obsesión que está a punto de costarle la vida. Este episodio lo convertirá, el resto de su existencia, en un ser introvertido, misógino y solitario.
En “Angustia”, que, como “Confusión de los sentimientos”, puede considerarse una novela corta, la misoginia resalta sobre todos los demás por la forma en la que, tanto el narrador como el marido de la protagonista, la tratan. El primero la presenta como una criatura frívola, estúpida y cobarde. Lo que hace el marido no lo diré porque forma parte de la intriga y constituye una sorpresa para el lector, a quien, naturalmente, no quiero arruinarle la lectura. Sí adelantaré que el final, el final, final, el último párrafo, hará indignarse, por lo machista, a muchas mujeres, especialmente a las que comparten el ideario feminista.
“La colección invisible” es un hermoso relato en una línea muy parecida al último. Un anticuario. Una época de crisis económica. Un coleccionista de valiosos grabados antiguos que se ha quedado ciego. Y dos mujeres que… Pero no puedo decir nada más porque destriparía el cuento.
“Confusión de los sentimientos”: un profesor de literatura enamorado en secreto de un alumno, en un tiempo en el que la homosexualidad constituía un estigma terrible. La esposa del profesor, que no es mala ni buena sino todo lo contrario. Y un final inevitablemente triste, como, sin duda, se consideraría lo correcto en aquel tipo de sociedad del año 1927.
Y, al final, “Mendel, el de los libros”, que nos recuerda vagamente a “Funes el memorioso”, de Borges. La historia de un librero sin librería que ejerce su profesión en la mesa de un bar y que sabe al detalle todos los datos de todos los libros publicados.
La prosa de Stefan Zweig es, como siempre, sencilla, de alta calidad y planteamientos interesantes, tanto en su obra narrativa de ficción, que alcanza a veces notables cotas emocionales, recuérdese “Carta de una desconocida”, como en sus trabajos biográficos. Escritor cuya lectura ha de tenerse en cuenta. Acometerla, sin embargo, requiere desprenderse de prejuicios aunque también sea necesario adoptar una cierta actitud crítica que separe la paja del trigo.

sábado, 18 de enero de 2014

La cruzada de los niños, de Marcel Schwob


La cruzada de los niños
Trad: Rafael Cabrera
Tusquets Editores
Barcelona, 1984

No recuerdo cuántas veces he leído este librito (y el diminutivo se refiere sólo a su número de páginas, porque hablo de una magnífica obra). Muchas. Y en diferentes versiones y traducciones. Sin duda, la mejor es la que leí la primera vez, la traducción de Rafael Cabrera con prólogo de Jorge Luis Borges, publicada en 1971 por Tusquets. Esta que comento, de 1984, es la segunda edición, pero se trata del mismo texto. Lo único diferente es la portada. En 2012, Luis Alberto de Cuenca sacó al mercado una traducción suya en la Editorial Reino de Cordelia, nueva versión esta a la que no le encuentro sentido porque, a mi modo de ver, se limita a cambiar algunas palabras por sus sinónimos. Innecesariamente y, a veces, sin demasiado acierto. En primer lugar porque el texto de Rafael Cabrera ya es perfectamente pulcro y fiel al original; y su musicalidad, que a veces estropea L. A. de Cuenca con sus correcciones (pues no son otra cosa), es maravillosa. En segundo lugar, porque los sinónimos que elige el escritor español no son siempre todo lo acertados que debieran. Por ejemplo, mientras que Cabrera traduce “sauterelles” como “langostas” en el capítulo del goliardo al referirse a los insectos de los que se alimentaba San Juan en el desierto, Luis Alberto de Cuenca lo traduce como “saltamontes”. ¿Pensó el poeta que el lector es tan rematadamente tonto como para confundir la “langosta”, crustáceo que se come con mayonesa, con la “langosta” insecto? “Saltamontes” y “langosta” no son lo mismo. Son parecidos pero no lo mismo. Y La Biblia dice claramente que San Juan se alimentaba de langostas y miel silvestre. A no ser que Cuenca lo haya puesto así porque el texto francés, tras decir “…que Saint Jean se nourrisait de sauterelles dans le désert” (que San Juan se alimentaba de langostas en el desierto), añade “Il faudrait en manger beacoup” (Tendría que comer muchas). Como el Larousse traduce el “sauterelle” grande como “langosta” y el “sauterelle” petite como “saltamontes” pues Cuenca habrá decidido que para que San Juan tuviera que comer muchas para que su dieta fuese suficiente tendrían que ser saltamontes. Pero tampoco vale. Porque, dejando al margen el argumento bíblico, los saltamontes del desierto son las langostas. Y para el saltamontes pequeño hay otra palabra más específica en francés: “criquet”. Tras solicitar disculpas por este inciso que he considerado necesario para argumentar mínimamente mi opinión sobre la gratuidad de esta nueva traducción de Luis Alberto de Cuenca, he de aclarar que este me parece uno de los mejores poetas actuales de habla hispana, sin duda alguna. Y que, a pesar del prólogo inútil de su edición, en el que se limita a poco más que hacer alarde de las valiosas ediciones de “La croisade des enfants” que posee en su “numerosa” biblioteca, esta de la Editorial Reino de Cordelia merece muchísimo la pena por las estupendas ilustraciones de Jean-Gabriel Daragnès y su exquisito diseño y maquetación, a cargo de Jesús Egido. Sin embargo, insisto, el texto nada nuevo, excepto la traducción de dos o tres cosas en latín, aporta a la vieja versión del hoy día prácticamente olvidado Rafael Cabrera.
Toda recomendación de la lectura de “La cruzada de los niños” de Marcel Schwob es poca. Se trata no sólo de la obra maestra del escritor francés sino de uno de los mejores textos de la literatura universal. Al referirme a Schwob no sé si nombrarlo narrador o poeta. Porque, si bien sus libros de relatos muy breves son pequeñas joyas de la narrativa (su inolvidable “Libro de Monelle”, “Vidas Imaginarias” y, también, por supuesto, “La cruzada de los niños”) son poesía, asimismo, en el más estricto sentido del término; sobre todo, este que comento. Por su musicalidad, por su valor simbólico, por su poder de evocación y de conmoción emocional. Hay párrafos que, en su sencillez formal, envuelven una intensidad emotiva única. Véase este en el que un leproso, resentido con la vida y con Dios por el destino que sufre, quiere vengarse chupando, como vampiro, la sangre de uno de los niños que marchan a la cruzada:
“Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
-¿Quién eres?, le dije.
-Johannes el Teutón, respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
-¿Adonde vas?, repliqué. Y él respondió:
-A Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a reír, y le pregunté:
-¿Quién es tu Señor? Y él me dijo:
-No lo sé; es blanco.
Y esta palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
-¿Por qué no tienes miedo de mí? Y él dijo:
-¿Por qué habría de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis labios terribles, y grité:
-¡Porque soy leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
-No lo sé.
¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
-Ve en paz hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado”.
El librito se basa en un episodio medieval mal documentado que se sitúa en el año 1212. Miles de niños, diciendo haber oído voces que los impulsan a ello, marchan a Tierra Santa confiados en que la conquistarán pacíficamente, con la sola fuerza de su fe y pureza de corazón. En las distintas versiones históricas se mezclan la ficción y la realidad. Algunas narran consecuencias desastrosas para los infantes que supuestamente formaron parte de la cruzada. Real o no, en ella se han inspirado muchos escritores para sus obras literarias. “El flautista de Hamelin”, fábula aludida en esta narración de Schwob y recogida por los hermanos Grimm, está posiblemente basado en aquellos hechos; también una novela de Peter Berling con el mismo título.
Marcel Schwob plantea el relato eligiendo como narradores a diferentes personajes de los que lo integran y cambiando así a cada capítulo el punto de vista, el enfoque. Es como si, en cine, la cámara fuese rotando, adoptando distintos ángulos y posiciones. La voz va pasando del goliardo al leproso al Papa Inocencio III a los tres pequeñuelos a Francisco Longuejoue, clérigo, al musulmán Kalandar a la pequeña Allys al Papa Gregorio IX. Distintas voces de distintos estratos sociales, desde los marginados, apestados y preteridos hasta los que detentan el más alto poder, que nos van acompañando a lo largo del peregrinaje de los niños por una Edad Media en la que la belleza de los prados y las landas cuajados de flores malvas y rojas, la inocencia y la pureza resplandecen sobre las sombras, una Edad Media en la que la poesía vence a la realidad sórdida. “¡Oh! qué bellas son las cosas de la tierra. No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos nunca. Sin embargo, hemos visto árboles viejos y rocas rojas. Algunas veces atravesamos por largas tinieblas. Otras, caminamos hasta la noche por claras praderas. Hemos gritado el nombre de Jesús al oído de Nicolás, y él lo conoce bien. Pero no sabe pronunciarlo. Se regocija con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse para la alegría, y nos acaricia la espalda. Y de este modo no son desgraciados: porque Allys vela por Eustaquio y nosotros, Alain y Dionisio, velamos por Nicolás.
Se nos dijo que encontraríamos en los bosques ogros y hechiceros. Estas son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a vernos, y las ancianas encienden luces para nosotros en las cabañas. Tocan por nosotros las campanas de las iglesias. Los campanarios se empinan desde los surcos para espiarnos. También nos miran los animales y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha tornado más caliente, y no recogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos se pueden tejer en las mismas formas, y nuestras cruces son siempre frescas. De este modo tenemos grandes esperanzas, y pronto veremos el mar azul”. La leyenda deviene drama silencioso sin morbosidades en las palabras de Gregorio IX: “¡Oh mar Mediterráneo! ¿Quién te perdonará? Eres tristemente culpable. A ti es al que acuso, a ti sólo, falsamente límpido y claro, mal espejo del cielo; te emplazo para ante el trono del Altísimo, del que dependen todas las cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué has hecho de nuestros niños? Levanta hacia El tus dedos trémulos de burbujas; agita tu innumerable risa purpúrea; haz hablar a tu murmurio, y dale cuenta a El”. Y ante esa tragedia ya consumada, ¿qué puede hacer ese papa, qué el autor, sino sublimarla elevando un altar de poesía a la inocencia asesinada?: “¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un monumento expiatorio, un monumento para la fe ignorante. Las edades que vengan deben conocer nuestra piedad, y no desesperar. Dios condujo hacia El a los niños cruzados, por el santo pecado del mar; los inocentes fueron asesinados; los cuerpos de los inocentes tendrán un asilo. Siete naves se hundieron en el arrecife de Reclus; yo construiré en esta isla una iglesia de los Nuevos Inocentes y estableceré doce prebendados. Y tú me devolverás los cuerpos de mis niños, mar inocente y consagrado; los depositarás en las playas de la isla; y los prebendados los colocarán en las criptas del templo; y encenderán, encima, eternas lámparas donde arderán óleos santos, y mostrarán a los viajeros piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche”.
Leer este libro con visión crítica y científica de historiador no servirá de nada, pues en seguida se argüirá que las Cruzadas no tuvieron otro objetivo que el económico (lo cual es cierto en determinado sentido) y que este episodio, si es que sucedió tal cual, no fue más que una tragedia acaecida por mor de la ignorancia propia de aquella época considerada oscura por el hombre actual. A este relato hay que verlo con los ojos del poeta, con los ojos del niño, con los de la sensibilidad cordial y no con los de la razón analítica.
Obra, en fin, esta de Marcel Schwob, completamente imprescindible, al menos para los amantes de la poesía y la belleza.
Para acabar el post, probablemente el más largo de todos los que integran el blog hasta ahora y paradójicamente el dedicado al libro más corto, pongo a continuación, excepcionalmente (es algo que no he hecho nunca porque este es un blog dedicado a los libros impresos en papel), dos links. Uno conduce al texto íntegro del libro que he comentado aquí y que publiqué hace ya tiempo en la revista “El fantasma de la Glorieta”. Ahí se puede leer en línea. El otro conduce a otra página en la que se puede leer, también on line, el original en francés:



En cualquier caso, recomiendo adquirirlo en papel, ya sea en la edición de Luis Alberto de Cuenca, publicada por Reino de Cordelia, ya en esta que he reseñado, traducida por Rafael Cabrera y publicada por Tusquets en su colección “Cuadernos Marginales”. Lo merece.

miércoles, 15 de enero de 2014

Benzulul, de Eraclio Zepeda


















Benzulul
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 1997

“Benzulul” es el primer libro, tomo de cuentos publicado en 1959, del escritor mexicano Eraclio Zepeda. Con regustos del mejor Juan Rulfo, muy en la línea del llamado realismo mágico, tipo de discurso que el autor construye con la materia prima del habla castellana indígena encauzada en el artificio literario y con otros elementos propios de estas culturas entre los que tienen un especial relieve creencias que el hombre moderno calificaría como supersticiones:  Podría haberse quedado ciego de pronto (por una brujería de la nana Porfiria, o por un mal aire, o por el vuelo maligno de una mariposa negra)”, “La nana dice que uno es como los duraznos. Tenemos semilla en el centro. Es bueno cuidar la semilla. Por eso tenemos cotón y carne y huesos. Pa cuidar la semilla. "Pero lo más mejor pa cuidarla es el nombre", dice. Eso es lo más mejor. El nombre da juerza. Si tenés un nombre galán.. galana es la semilla. Si tenés nombre cualquier cosa.. tás fregado. Y eso es lo que más me amuela. Benzulul no sirve pa guardar semilla”, “Calláte vos, burro. Ingeñero pendejo. Ese no es el que decís. Ese que sopla es el Sur; ¡cómo no lo voy a saber! Es el Sur que nace en el boca del culebra madre. Esa que está por el rumbo de Santa Fe, echada sobre la montaña. Ese que toma viento desde tierra caliente, desde Cinco Cerros, desde Tonalá, desde el mar; desde allá es que lo mete en su cola y lo viene a sacar por el boca cuando yo lo estoy queriendo, cuando yo le grito a mi nana. Ese es el viento, burro, ingeñero pendejo”, “Ya es de nacimiento el andar de andariego. Así es mi natural y ni modo. Fue culpa de mi tata si bien se analiza. Cuando nací, el viejito no se dio prisa pa enterrar mi ombligo que es como debe hacerse, que es como manda la buena crianza. Se descuidó el tata; fue que lo puso sobre una piedra del patio y en lo que fue por un machete, pa hacer el hoyito del entierro, vino una urraca y se llevó mi ombligo pa más nunca. Ansina fue que lo contó el viejito. Y siendo ansina, ¿onde diablos voy a estar quieto? Siempre volando como mi ombligo, que esa fue mi ganancia. Por eso es que no quedo quieto en ningún lugar; pepeno las ganas de jalar veredas. Si me hubieran enterrado el pellejito, otro fuera el cuento”... Una musicalidad casi salmódica, a la que contribuye de tanto en tanto la iteración de alguna frase o período entre párrafos, suturándolos como estribillo, refuerza el aire poético de las narraciones en las que subyace un fondo mítico y una innegable dimensión simbólica. En el relato “Vientooo”, por ejemplo, Matías llama al viento Sur para que se lleve la lluvia y el frío, convencido de que su nahual, su animal totémico, podríamos decir que un trasunto del ángel de la guarda, la serpiente llamada nauyaca, acudirá a sus gritos y traerá el buen tiempo. A lo largo del cuento, el protagonista, entre recuerdos y quejas, se va apagando, desazonándose, quejoso de su vejez. Finalmente, una nauyaca le muerde, lo mata y, con su muerte, aparece el viento Sur y el buen tiempo. Podría verse aquí casi una inversión de valores, una consideración de la muerte inevitable como algo positivo, no como un desastre sino como apertura, como trascendencia a algo mejor, como acabamiento del clima sombrío y nacimiento del sol.
La muerte está presente en cada uno de los relatos del libro y los culmina todos, tanto que se podría decir que es el personaje central. Si en el cuento que acabo de comentar puede tener un significado casi hierofánico, en otros (así en “Patrocinio Tipá”) reviste las características de un fatum de tragedia griega. Pero siempre está ahí, cercana, cotidiana, compañera del ser humano, mostrándose a manera de asesinatos, guerras, venganzas, enfermedades letales, espantos (fantasmas), siempre está como lo está en la vida real del mexicano, hasta el punto de que éste ha llegado a darle una significación muy diferente a la que puede darle el habitante de Europa o de Estados Unidos.


sábado, 4 de enero de 2014

El diosero, de Francisco Rojas González


El diosero
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 2013

La actividad antropológica de Francisco Rojas González le permite conducirnos en este libro de cuentos a través de todo México recalando, en cada uno de ellos, en distintas etnias indígenas (zoques, tzeltales,  coras, huicholes, chinantecos, mazahuas, pames, otomíes, lacandones, yaquis) y mostrándonos en dichos relatos, llenos de emotividad y un finísimo humor, diferentes costumbres, rituales de boda, de muerte, de nacimiento, sincretismos religiosos… que nos brindan la oportunidad de echar un vistazo a la idiosincrasia de distintos grupos raciales mexicanos además de hacernos disfrutar de una narrativa sobria, sin pretensiones y mucho más que digna.
Catorce son las pequeñas historias que componen el tomo. En ningún momento aburre. Las casi ciento cuarenta páginas se leen de un tirón. Treinta y nueve ediciones de esta obra (desde 1952 a 2013) dan fe de su éxito debido, sin duda, a su sencilla prosa de alta calidad. Esta sencillez está siempre presente a pesar de la utilización (que da color y autenticidad al texto) de muchos indigenismos que pueden obligar al lector escrupuloso a consultar diccionarios especializados y al menos escrupuloso a deducir a veces del contexto. Se trata, sin embargo, de un obstáculo menor (y, como ya he dicho, enriquecedor) por el que se pasa sin el menor problema bajo el acicate del aliciente que consigue ser este libro. Muy aconsejable para los interesados en México, en las cuestiones etnológicas o, simplemente, en la buena literatura.