Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.
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martes, 19 de agosto de 2014

Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami


Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
Trad: Lourdes Porta y Junichi Matsuura
Tusquets Editores
Barcelona, 2006

Esta novela, aún manteniendo el mismo lenguaje sencillo y fluido, se aparta de la línea de las otras dos de Murakami que he comentado anteriormente en el blog: Al sur de la frontera, al oeste del sol y Sputnik, mi amor. Mientras que las otras dos podrían encuadrarse, más o menos, dentro de una vertiente realista, en esta el autor incursiona en lo que se puede denominar como Literatura Fantástica. Partiendo de un ambiente y una situación absolutamente normales y cotidianas, el escritor va incorporando paulatinamente acontecimientos y personajes que devienen más y más delirantes conforme avanzamos a lo largo de sus casi setecientas páginas. Tooru Okada ha dejado su trabajo en un despacho de abogados y mientras espera, teóricamente, a encontrar otro empleo que se acerque más a sus expectativas, se dedica a hacer las tareas domésticas mientras su mujer, Kumiko, trabaja en una revista. Un día, desaparece sin dejar rastro el gato que vive desde siempre con la pareja. Tooru recibe llamadas de una extraña mujer que se mantiene en el anonimato (a pesar de que no deja de insistir al hombre que ambos se conocen perfectamente) que van más allá de ser simples insinuaciones eróticas. Una peculiar adolescente irrumpe de manera inopinada en la vida de Tooru dándole un contrapunto de frescura y humor, no exento de misterio, a la vorágine alucinante en la que él está próximo a implicarse y en la que aparecen personajes relacionados, de una u otra forma, con cuestiones esotéricas, una casa sobre la que pesa una terrible maldición, un pozo que resulta ser una especie de pasaje iniciático y acceso a otros mundos… Su esposa, Kumiko, lo ha abandonado y él no renuncia a la idea de conseguir que regrese, propósito que lo acompañará hasta el final. La interrelación efectiva  entre el universo onírico y lo que denominamos realidad es una constante en la novela, así como la existencia de mundos paralelos, en los que habría distintas versiones de Tooru y de Kumiko, por ejemplo, sometidos a diferentes destinos, que nos recuerdan algunas derivaciones heterodoxas que se han deducido a partir de determinados hallazgos de la física cuántica.
Con toda su sencillez textual, las metáforas y símbolos que plantea Murakami en este libro no son siempre de fácil lectura. Y, a veces, aparecen enrevesadas con juegos intertextuales. ¿Qué es, por ejemplo, el pájaro que da cuerda al mundo? Mencionado desde el primer capítulo, y en numerosas ocasiones en el resto de la novela, se le presenta como un simple pájaro, cuyo nombre ignora el protagonista. Pájaro que se mantiene siempre invisible y cuyo canto, un ric-ric similar al ruido que hace un reloj u otra máquina al darle cuerda, sólo pueden oír algunos de los personajes del relato: “Desde una arboleda cercana llegaba el chirrido regular de un pájaro, un ric-ric, como si estuviera dándole cuerda a algún mecanismo. Nosotros hablamos de él como del pájaro-que-da-cuerda. Fue Kumiko quien lo llamó así. No sé cuál es su auténtico nombre. Tampoco sé cómo es. Pero, se llame como se llame, sea como sea, el pájaro-que-da-cuerda viene cada día a la arboleda que hay cerca de casa y le da cuerda a nuestro apacible y pequeño mundo”. Bien. Pero ¿qué simboliza ese pájaro fantástico? Por lo descrito parece aludir a algo relacionado con el tiempo, dimensión tremendamente complicada y distorsionada en la narración. El ruido que emite recuerda al de las urracas. Y a ello parece señalar el autor con el encadenamiento de una serie de textos (en el sentido semiológico de la palabra): La primera parte de la novela se llama “La gazza ladra” y la obertura de esa ópera de Rossini es aludida en diferentes ocasiones. No tiene esto nada de extraño en un autor cuya obra está repleta de referencias musicales. Pero es que “La gazza ladra” significa “La urraca ladrona”. La urraca, en la simbología popular y tradicional, representa la charlatanería y el robo. ¿Quiénes son charlatanes y roban? Asociar con el pájaro que le da cuerda al mundo.  En países orientales, como China, por ejemplo, tiene la urraca, por otro lado, una significación positiva y es símbolo de buena suerte. Es decir, como todos los símbolos tiene una lectura doble, antitética, dependiendo de las circunstancias. Recuérdense los arcanos del tarot. Curiosamente Tooru elige ese nombre, pájaro-que-da-cuerda, para que su amiga adolescente, May Kasahara, a la que Tooru Okada le parece un nombre feo y complicado, se dirija a él. Además, continuando con las interrelaciones textuales, resulta que la obertura de “La gazza ladra” forma parte importante de la banda musical de “La naranja mecánica”, de Stanley Kubrick, basada en la novela de Anthony Burguess del mismo título, “A Clockwork Orange”. Pero también resulta que “orang”, en malayo (Burguess pasó varios años en Malasia) es un antropoide, una especie de orangután. Con lo cual, el escritor habría hecho un juego de palabras para darle al título de su novela un significado que sería algo así como “El antropoide mecánico” o “El antropoide de relojería”, un ser humano que no tendría voluntad propia, que dependería de las circunstancias externas, programado para actuar de determinada forma. El mismo mensaje observamos en esta novela de Murakami. En tal sentido, el siguiente párrafo es revelador: “Pero, fuese una coincidencia o no, la existencia del «pájaro-que-da-cuerda» tenía una importancia fundamental en la historia de Cinnamon. Era el chirrido de aquel pájaro, que sólo oían unas pocas personas especiales, lo que las guiaba hacia una ruina inevitable. Como había pensado siempre el veterinario, el libre albedrío del hombre no existía. Las personas eran como muñecos, a los que se les había dado cuerda por la espalda y puesto encima de la mesa, condenados a seguir un camino que no habían elegido, obligados a avanzar en una dirección. Casi todos los que habían oído el chirrido habían sufrido la ruina y la perdición. Muchos habían muerto. Habían caído por el borde de la mesa”. El fatalismo, sin embargo, no es absoluto. Existe una posibilidad de salvación, de liberación. Y nuestro protagonista Tooru la consigue bajando a un oscuro pozo (el descenso “ad ínferos” presente en todas las iniciaciones) en cuyo fondo está la puerta que conduce a la solución.
Una novela, en fin, que se lee casi de un tirón, gracias al indudable oficio e imaginación de su autor, y a la vez repleta de claves que no sólo enriquecen su lectura sino que la convierten en poliédrica, en una obra de múltiple facetas, susceptible de más de varias lecturas, en un “multiverso” conformado por una serie de universos paralelos similar al que el relato refleja, que no deja de ser, en definitiva, sino el nuestro.

domingo, 18 de mayo de 2014

Sputnik, mi amor, de Haruki Murakami


Sputnik, mi amor
Trad: Lourdes Porta y Junichi Matsuura
Tusquets Editores
Barcelona, 2008

Sumire, una chica que, por una caprichosa asociación de ideas, me recuerda a Alejandra Pizarnik. Su amigo, el narrador, cuyo nombre ignoramos (en algún texto interpolado de Sumire, esta le llama K., aunque no queda meridianamente claro si se refiere a él o no). Y Myû, mujer madura, hermosa, rica y enigmática, que irrumpe en la vida de Sumire para cambiarla para siempre y, de rebote, también en la de su amigo, el personaje narrador. Estos son los personajes centrales.
Las primeras páginas de la novela se centran en un retrato minucioso de Sumire, una muchacha fuera de los parámetros convencionales, lectora voraz cuyo objetivo vital casi único es convertirse en una gran escritora. Se narra su historia hasta el momento en el que se sitúa la acción, su tipo de relaciones, su indiferencia por el sexo, que desembocará en el descubrimiento de sus tendencias lésbicas, su intencionadamente desastrada forma de vestir, su rechazo de la forma de vida burguesa. En uno de los capítulos, el personaje narrador, amigo y enamorado sin esperanzas de Sumire, se detiene para describirse a sí mismo.
Pronto aparece en el relato Myû, que conoce a Sumire casualmente en una celebración familiar y revoluciona la vida de la chica, imprimiéndole un cambio radical. Sumire, a petición de Myû, comienza a trabajar con ella como una especie de secretaria. Deja de escribir, cambia su atuendo por otro que realce sus encantos, deja el desastroso apartamento en el que vive y se muda a otro más a tono con su nueva situación, viaja…
Una de las cosas que contribuyen a la afinidad entre ambas mujeres es la pasión de las dos por la música. Música que se hace presente en otras obras de Murakami, con alusión, siempre, a compositores y piezas concretas en los que el autor se recrea.
En un determinado momento de la narración, Murakami introduce el suspense, ese gancho destinado a agarrar al lector hasta el final del libro. No me parece ilegítimo que un novelista lo use. Pero sí creo que debe quedar debidamente justificado. Y en este caso, creo que no es así. Veamos. Gira en torno a dos acontecimientos. El primero es el motivo por el que Myû no puede mantener relaciones íntimas. Le sucede desde “aquello” que pasó. Lo que pasó queda en el más absoluto misterio casi hasta el final. Y la explicación es floja, difícilmente creíble. El segundo, aún más intrigante, es la misteriosa desaparición de Sumire en una isla griega. Esta desaparición, cuya clave aguarda ansioso el lector, queda sin resolver. Sólo al final, en las tres últimas páginas, una llamada telefónica que recibe el personaje narrador nos informa de que Sumire sigue viva. ¿Realmente sigue viva?, ¿es una impostora la que llama?, ¿se trata de un episodio alucinatorio del que relata? (teniendo en cuenta que otros episodios tienen todas las trazas de tratarse de alucinaciones).Y, suponiendo que sea cierto que está viva, ¿dónde está?, ¿qué le ha ocurrido realmente?, ¿cuáles han sido sus experiencias en todo ese tiempo? Todo eso queda en el aire. Murakami ofrece un final abierto o bien (da más impresión de esto) no sabe cómo resolver el desenlace.
Algunos otros fallos menores se “cuelan” a lo largo del texto. Por ejemplo, en la página 144 se dice: “Era poco probable que se hubiera llevado el disquete consigo. El pijama no tenía bolsillos”. Quien dice esto es el personaje narrador. Él no puede saber si el pijama tenía bolsillos o no, puesto que en ningún momento, ni Sumire en las cartas que le dirige ni Myû cuando hace alusión a esta, hacen una descripción de la prenda que incluya ese detalle. Sólo en una historia contada por un narrador omnisciente se permitiría esto. Y no es el caso. O bien, en la página 238, dónde se describe así el momento de un amanecer: “El cielo se vuelve blanco, las nubes corren, los pájaros cantan, se levanta un nuevo día para apropiarse de las conciencias de todos los que habitan este planeta”. Eso “no puede ser y además es imposible”, como diría el Guerra, puesto que cuando en Grecia es de día, en América, por ejemplo, es de noche. Cierto que puede atribuirse a una forma de hablar ligera y poco reflexiva por parte del personaje-narrador, aunque impropia, ¿o no?, de un profesor. Él es profesor.  Siendo benévolos, podemos considerarlo una licencia literaria.
De todas formas, y a pesar de estos defectos, es innegable el oficio de Murakami y la lectura de “Sputnik, mi amor” puede considerarse aconsejable. Yo, por mi parte, continuaré leyendo su obra.



lunes, 6 de enero de 2014

Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami


Al sur de la frontera, al oeste del sol
Trad: Lourdes Porta
Tusquets Editores
México, D.F. 2013

De alguna manera, me pasa lo mismo que al personaje central de este libro:
“-¿Ya no lees novelas?
-Sí, claro que sí. Pero no tanto como antes. Apenas conozco las modernas. Sólo leo novelas antiguas. La mayor parte del siglo XIX. También releo muchos libros que había leído hace tiempo.
-¿Y por qué no lees novelas modernas?
-Tal vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía. Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: «¡Vaya tontería que acabo de leer!», siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que cabía, claro. Pero ahora no. Sólo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga que ver con hacerse viejo”.
Eso, más o menos, me ocurre a mí. Por eso, es muy raro que lea autores contemporáneos. Los pocos con los que lo he intentado, a veces superando fundados prejuicios (y vale la aparente contradicción), como la suposición de la más que dudosa calidad de los best sellers, he acabado defraudado. Muy recientes Premios Nobel me han resultado insustanciales, soporíferos y malo/as escritores/as. Ha habido en todo esto alguna excepción, como Alessandro Baricco, que descubrí casualmente por la recomendación de una amiga. Desde que leí “Océano mar” no pude parar hasta tragarme casi toda su obra. Y aún me falta algún que otro libro suyo que leeré a la menor brevedad posible. Lo que me pasó con Baricco lleva camino de repetirse con Haruki Murakami. No había leído nada de él. Lo que me ha hecho acercarme a su obra no ha sido, en esta ocasión, la recomendación de nadie sino algo perteneciente a una esfera muy personal, muy íntima, que no viene a cuento comentar aquí.
Si tuviera que resumir el alma de esta novela en uno de sus párrafos, me quedaría con el siguiente: “«Todo se va deprisa», pensé. Algunas cosas desaparecen de repente como si las hubieran cortado. Otras se van difuminando despacio antes de borrarse definitivamente. «Y lo único que queda es el desierto»”. Esta idea, este “tempus fugit” que resultará pesimista a muchos, que sin duda tiene todas las trazas de serlo y que cruza todo el relato, está sin embargo impregnado de una indudable poesía, no del mismo tipo que la que envuelve, con sus aires trascendentes, las geniales “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, pero sí muy similar, casi prima hermana de aquella y, por supuesto, más acorde con la sensibilidad de nuestra época, como es natural.
“Al sur de la frontera, al oeste del sol”, cuyo título está parcialmente tomado de el de la canción “South of the border”, no hace sólo esta alusión musical del título. El relato está recorrido por diferentes piezas, de músicos clásicos como Mozart, Rossini o Grieg, pero sobre todo de jazz (The Star-Crossed Lovers, de Duke Ellington, Embraceable you, de Charlie Parker o Pretend, de Nat King Cole) que, además de aportar a la ambientación, tienen en cada caso un significado simbólico que contribuye de manera importante a la narratividad. Otros “homenajes” (por llamarlos como se ha dado en hacer) salen a nuestro encuentro. Por ejemplo, el protagonista, Hajime, que es dueño de un “jazz bar” aparece reiteradamente acodado en la barra tomando un cocktail. Los músicos tocan, cada vez que él está, una pieza que saben que le gusta mucho. Un día, aparece por allí, después de años sin verla, una mujer de la que estuvo y sigue estando enamorado. Todos estos detalles remiten, mucho antes de que se evidencie, al lector avispado, a la película Casablanca, al Bar de Rick. La sospecha se convertirá en certeza en la página 256 (de mi edición, claro), donde Murakami recrea en una graciosa réplica un contrapunto de la mítica escena entre Humphrey Bogart (Rick) y Dooley Wilson (Sam).
La novela está maravillosamente tejida y todos sus elementos –espacio, tiempo, acción...- eficazmente utilizados. Rezuma, sí, tristeza por sus doscientas sesenta y seis páginas. Pero no una tristeza gratuita ni morbosa, sino imposible de eludir en la historia que cuenta de una forma honesta, tan honesta como lo es a carta cabal el protagonista, a pesar de creer todo lo contrario sobre sí mismo y de todas sus contradicciones (que, por otra parte, todos los seres humanos tienen aunque sólo las admitan los honestos).
Desarrollada fundamentalmente en la forma lineal clásica (aunque no falta el uso de técnicas modernas, como el “flash back”), parte de la infancia de Hajime y su amiga Shimamoto para recorrer luego su adolescencia y juventud, sus varias relaciones amorosas y culminar en su primera madurez de forma serenamente misteriosa, sin final explosivo ni apoteósico pero que deja plenamente satisfecho al lector y que, si se tratara de la representación de una obra teatral, le arrancaría una entusiasta ovación.
Una historia que, en manos torpes o mercenarias, hubiera dado lugar a una novela empalagosa, cursi o pornográfica. Y con la que Murakami ha construido una obra magnífica. Y es que el resultado de una escultura no depende del barro o del mármol ni del tema sino de las manos que la modelan.