Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.

sábado, 18 de enero de 2014

La cruzada de los niños, de Marcel Schwob


La cruzada de los niños
Trad: Rafael Cabrera
Tusquets Editores
Barcelona, 1984

No recuerdo cuántas veces he leído este librito (y el diminutivo se refiere sólo a su número de páginas, porque hablo de una magnífica obra). Muchas. Y en diferentes versiones y traducciones. Sin duda, la mejor es la que leí la primera vez, la traducción de Rafael Cabrera con prólogo de Jorge Luis Borges, publicada en 1971 por Tusquets. Esta que comento, de 1984, es la segunda edición, pero se trata del mismo texto. Lo único diferente es la portada. En 2012, Luis Alberto de Cuenca sacó al mercado una traducción suya en la Editorial Reino de Cordelia, nueva versión esta a la que no le encuentro sentido porque, a mi modo de ver, se limita a cambiar algunas palabras por sus sinónimos. Innecesariamente y, a veces, sin demasiado acierto. En primer lugar porque el texto de Rafael Cabrera ya es perfectamente pulcro y fiel al original; y su musicalidad, que a veces estropea L. A. de Cuenca con sus correcciones (pues no son otra cosa), es maravillosa. En segundo lugar, porque los sinónimos que elige el escritor español no son siempre todo lo acertados que debieran. Por ejemplo, mientras que Cabrera traduce “sauterelles” como “langostas” en el capítulo del goliardo al referirse a los insectos de los que se alimentaba San Juan en el desierto, Luis Alberto de Cuenca lo traduce como “saltamontes”. ¿Pensó el poeta que el lector es tan rematadamente tonto como para confundir la “langosta”, crustáceo que se come con mayonesa, con la “langosta” insecto? “Saltamontes” y “langosta” no son lo mismo. Son parecidos pero no lo mismo. Y La Biblia dice claramente que San Juan se alimentaba de langostas y miel silvestre. A no ser que Cuenca lo haya puesto así porque el texto francés, tras decir “…que Saint Jean se nourrisait de sauterelles dans le désert” (que San Juan se alimentaba de langostas en el desierto), añade “Il faudrait en manger beacoup” (Tendría que comer muchas). Como el Larousse traduce el “sauterelle” grande como “langosta” y el “sauterelle” petite como “saltamontes” pues Cuenca habrá decidido que para que San Juan tuviera que comer muchas para que su dieta fuese suficiente tendrían que ser saltamontes. Pero tampoco vale. Porque, dejando al margen el argumento bíblico, los saltamontes del desierto son las langostas. Y para el saltamontes pequeño hay otra palabra más específica en francés: “criquet”. Tras solicitar disculpas por este inciso que he considerado necesario para argumentar mínimamente mi opinión sobre la gratuidad de esta nueva traducción de Luis Alberto de Cuenca, he de aclarar que este me parece uno de los mejores poetas actuales de habla hispana, sin duda alguna. Y que, a pesar del prólogo inútil de su edición, en el que se limita a poco más que hacer alarde de las valiosas ediciones de “La croisade des enfants” que posee en su “numerosa” biblioteca, esta de la Editorial Reino de Cordelia merece muchísimo la pena por las estupendas ilustraciones de Jean-Gabriel Daragnès y su exquisito diseño y maquetación, a cargo de Jesús Egido. Sin embargo, insisto, el texto nada nuevo, excepto la traducción de dos o tres cosas en latín, aporta a la vieja versión del hoy día prácticamente olvidado Rafael Cabrera.
Toda recomendación de la lectura de “La cruzada de los niños” de Marcel Schwob es poca. Se trata no sólo de la obra maestra del escritor francés sino de uno de los mejores textos de la literatura universal. Al referirme a Schwob no sé si nombrarlo narrador o poeta. Porque, si bien sus libros de relatos muy breves son pequeñas joyas de la narrativa (su inolvidable “Libro de Monelle”, “Vidas Imaginarias” y, también, por supuesto, “La cruzada de los niños”) son poesía, asimismo, en el más estricto sentido del término; sobre todo, este que comento. Por su musicalidad, por su valor simbólico, por su poder de evocación y de conmoción emocional. Hay párrafos que, en su sencillez formal, envuelven una intensidad emotiva única. Véase este en el que un leproso, resentido con la vida y con Dios por el destino que sufre, quiere vengarse chupando, como vampiro, la sangre de uno de los niños que marchan a la cruzada:
“Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
-¿Quién eres?, le dije.
-Johannes el Teutón, respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
-¿Adonde vas?, repliqué. Y él respondió:
-A Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a reír, y le pregunté:
-¿Quién es tu Señor? Y él me dijo:
-No lo sé; es blanco.
Y esta palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
-¿Por qué no tienes miedo de mí? Y él dijo:
-¿Por qué habría de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis labios terribles, y grité:
-¡Porque soy leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
-No lo sé.
¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
-Ve en paz hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado”.
El librito se basa en un episodio medieval mal documentado que se sitúa en el año 1212. Miles de niños, diciendo haber oído voces que los impulsan a ello, marchan a Tierra Santa confiados en que la conquistarán pacíficamente, con la sola fuerza de su fe y pureza de corazón. En las distintas versiones históricas se mezclan la ficción y la realidad. Algunas narran consecuencias desastrosas para los infantes que supuestamente formaron parte de la cruzada. Real o no, en ella se han inspirado muchos escritores para sus obras literarias. “El flautista de Hamelin”, fábula aludida en esta narración de Schwob y recogida por los hermanos Grimm, está posiblemente basado en aquellos hechos; también una novela de Peter Berling con el mismo título.
Marcel Schwob plantea el relato eligiendo como narradores a diferentes personajes de los que lo integran y cambiando así a cada capítulo el punto de vista, el enfoque. Es como si, en cine, la cámara fuese rotando, adoptando distintos ángulos y posiciones. La voz va pasando del goliardo al leproso al Papa Inocencio III a los tres pequeñuelos a Francisco Longuejoue, clérigo, al musulmán Kalandar a la pequeña Allys al Papa Gregorio IX. Distintas voces de distintos estratos sociales, desde los marginados, apestados y preteridos hasta los que detentan el más alto poder, que nos van acompañando a lo largo del peregrinaje de los niños por una Edad Media en la que la belleza de los prados y las landas cuajados de flores malvas y rojas, la inocencia y la pureza resplandecen sobre las sombras, una Edad Media en la que la poesía vence a la realidad sórdida. “¡Oh! qué bellas son las cosas de la tierra. No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos nunca. Sin embargo, hemos visto árboles viejos y rocas rojas. Algunas veces atravesamos por largas tinieblas. Otras, caminamos hasta la noche por claras praderas. Hemos gritado el nombre de Jesús al oído de Nicolás, y él lo conoce bien. Pero no sabe pronunciarlo. Se regocija con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse para la alegría, y nos acaricia la espalda. Y de este modo no son desgraciados: porque Allys vela por Eustaquio y nosotros, Alain y Dionisio, velamos por Nicolás.
Se nos dijo que encontraríamos en los bosques ogros y hechiceros. Estas son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a vernos, y las ancianas encienden luces para nosotros en las cabañas. Tocan por nosotros las campanas de las iglesias. Los campanarios se empinan desde los surcos para espiarnos. También nos miran los animales y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha tornado más caliente, y no recogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos se pueden tejer en las mismas formas, y nuestras cruces son siempre frescas. De este modo tenemos grandes esperanzas, y pronto veremos el mar azul”. La leyenda deviene drama silencioso sin morbosidades en las palabras de Gregorio IX: “¡Oh mar Mediterráneo! ¿Quién te perdonará? Eres tristemente culpable. A ti es al que acuso, a ti sólo, falsamente límpido y claro, mal espejo del cielo; te emplazo para ante el trono del Altísimo, del que dependen todas las cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué has hecho de nuestros niños? Levanta hacia El tus dedos trémulos de burbujas; agita tu innumerable risa purpúrea; haz hablar a tu murmurio, y dale cuenta a El”. Y ante esa tragedia ya consumada, ¿qué puede hacer ese papa, qué el autor, sino sublimarla elevando un altar de poesía a la inocencia asesinada?: “¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un monumento expiatorio, un monumento para la fe ignorante. Las edades que vengan deben conocer nuestra piedad, y no desesperar. Dios condujo hacia El a los niños cruzados, por el santo pecado del mar; los inocentes fueron asesinados; los cuerpos de los inocentes tendrán un asilo. Siete naves se hundieron en el arrecife de Reclus; yo construiré en esta isla una iglesia de los Nuevos Inocentes y estableceré doce prebendados. Y tú me devolverás los cuerpos de mis niños, mar inocente y consagrado; los depositarás en las playas de la isla; y los prebendados los colocarán en las criptas del templo; y encenderán, encima, eternas lámparas donde arderán óleos santos, y mostrarán a los viajeros piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche”.
Leer este libro con visión crítica y científica de historiador no servirá de nada, pues en seguida se argüirá que las Cruzadas no tuvieron otro objetivo que el económico (lo cual es cierto en determinado sentido) y que este episodio, si es que sucedió tal cual, no fue más que una tragedia acaecida por mor de la ignorancia propia de aquella época considerada oscura por el hombre actual. A este relato hay que verlo con los ojos del poeta, con los ojos del niño, con los de la sensibilidad cordial y no con los de la razón analítica.
Obra, en fin, esta de Marcel Schwob, completamente imprescindible, al menos para los amantes de la poesía y la belleza.
Para acabar el post, probablemente el más largo de todos los que integran el blog hasta ahora y paradójicamente el dedicado al libro más corto, pongo a continuación, excepcionalmente (es algo que no he hecho nunca porque este es un blog dedicado a los libros impresos en papel), dos links. Uno conduce al texto íntegro del libro que he comentado aquí y que publiqué hace ya tiempo en la revista “El fantasma de la Glorieta”. Ahí se puede leer en línea. El otro conduce a otra página en la que se puede leer, también on line, el original en francés:



En cualquier caso, recomiendo adquirirlo en papel, ya sea en la edición de Luis Alberto de Cuenca, publicada por Reino de Cordelia, ya en esta que he reseñado, traducida por Rafael Cabrera y publicada por Tusquets en su colección “Cuadernos Marginales”. Lo merece.

viernes, 17 de enero de 2014

Las fuerzas del mal, de A.J. Cronin


Las Fuerzas del Mal
Ediciones Selectas
Buenos Aires, 1959

La traducción del título de la novela de Archibald Joseph Cronin que comento hoy no es la que figura aquí. Los responsables de esta edición, con bastantes errores de otra naturaleza que el lector puede subsanar sin que eso deje de causarle un considerable malestar estético, tendrían la ocurrencia de bautizarla de esa forma con toda seguridad basándose en el contenido y posiblemente por parecerles más comercial que la transliteración de su verdadero nombre, “The Northern Light”, que podría ser “La Luz del Norte”. No me parece una licencia aceptable, si bien en el cine ha sido usada y abusada desde siempre, pues sería lo mismo que si en Inglaterra les diese por publicar “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” bajo el título de “The Mad Knight”.
No he encontrado, no obstante, ninguna otra edición traducida. Al menos, desde los años setenta para acá. En el ISBN no figura. Supongo que debe de estar en las “Obras Completas”. Y, tal vez, con el título original en español.
“Las Fuerzas del Mal” o “La Luz del Norte”, nombre este último también del periódico cuyo propietario y director es el protagonista del relato, Henry Page, narra su lucha, para conservar la vida  y la integridad de su diario, contra otros rotativos poderosos que intentan apropiárselo o destruirlo por motivos puramente comerciales y con métodos tramposos y deshonestos que consiguen desencadenar una tragedia final.
A.J. Cronin desarrolla la historia, con un texto ameno y fácil de leer como acostumbra, en una pequeña ciudad provinciana británica. Época: los años cincuenta del siglo veinte, en un momento en el que Inglaterra está aún muy debilitada por la segunda guerra mundial. En este ambiente de crisis económica, en el que suelen destacar la rapacidad y la ambición financiera, le llega un día a Henry Page una oferta de Somerville, dueño de “La Gaceta” y de algunas otras importantes publicaciones más de tirada nacional, para comprarle “La Luz del Norte”. Page se queda perplejo ante la propuesta. ¿Para qué querrá un potentado como Somerville un pequeño periódico provinciano? La respuesta a esta pregunta la sabemos pronto. Pero Henry se niega a vender. Ese rotativo es una institución en su ciudad, ha pertenecido a su familia durante muchas generaciones y, aunque sobrevive sólo decorosamente y da estrictamente para vivir a sus empleados y a él, el periodismo es su vida y, sobre todo, se enorgullece de la línea editorial de “La Luz…”, concebido como servicio público de información y ajeno a todo oportunismo y amarillismo, tendencias estas últimas muy alejadas de la ética del protagonista, que predominan en otras publicaciones, como “La Gaceta”, con objetivos puramente comerciales.
A partir del rechazo de la oferta por parte de Page, dos enviados de Somerville inician una guerra contra “La Luz del Norte”, inaugurando un nuevo periódico en la ciudad, el “Chronicle”, y utilizando toda serie de tretas que van mucho más allá de la mercadotecnia para invadir la esfera personal y privada de Henry Page hasta extremos dramáticos.
Paralela a la línea argumental principal discurre la historia profundamente humana de David, hijo de Henry, y de su esposa Cora, historia paralela destinada a colisionar finalmente con la trama central en un desenlace trágico, como ya he dicho.
El magnífico dibujo que el autor traza de los distintos personajes colabora no poco a introducirnos en la atmósfera del relato. Todos ellos están muy bien definidos, a través de breves descripciones, de sus diálogos y de sus actos. En algunos, como Leonard Nye, la caricatura, la exageración de los rasgos, es llevada al extremo para mostrarnos su natural innoble, que el narrador se explica, aunque no justifica, al contarnos la vida de aquel.
Muy buena novela. Recomendable. Sí. Pero, como apunto arriba, no existen ediciones recientes; por lo que quien quiera leerla ha de recurrir a las siempre fascinantes librerías de viejo, a una biblioteca pública o a alguna versión digitalizada en internet. Yo no la he encontrado tampoco ahí.

miércoles, 15 de enero de 2014

Benzulul, de Eraclio Zepeda


















Benzulul
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 1997

“Benzulul” es el primer libro, tomo de cuentos publicado en 1959, del escritor mexicano Eraclio Zepeda. Con regustos del mejor Juan Rulfo, muy en la línea del llamado realismo mágico, tipo de discurso que el autor construye con la materia prima del habla castellana indígena encauzada en el artificio literario y con otros elementos propios de estas culturas entre los que tienen un especial relieve creencias que el hombre moderno calificaría como supersticiones:  Podría haberse quedado ciego de pronto (por una brujería de la nana Porfiria, o por un mal aire, o por el vuelo maligno de una mariposa negra)”, “La nana dice que uno es como los duraznos. Tenemos semilla en el centro. Es bueno cuidar la semilla. Por eso tenemos cotón y carne y huesos. Pa cuidar la semilla. "Pero lo más mejor pa cuidarla es el nombre", dice. Eso es lo más mejor. El nombre da juerza. Si tenés un nombre galán.. galana es la semilla. Si tenés nombre cualquier cosa.. tás fregado. Y eso es lo que más me amuela. Benzulul no sirve pa guardar semilla”, “Calláte vos, burro. Ingeñero pendejo. Ese no es el que decís. Ese que sopla es el Sur; ¡cómo no lo voy a saber! Es el Sur que nace en el boca del culebra madre. Esa que está por el rumbo de Santa Fe, echada sobre la montaña. Ese que toma viento desde tierra caliente, desde Cinco Cerros, desde Tonalá, desde el mar; desde allá es que lo mete en su cola y lo viene a sacar por el boca cuando yo lo estoy queriendo, cuando yo le grito a mi nana. Ese es el viento, burro, ingeñero pendejo”, “Ya es de nacimiento el andar de andariego. Así es mi natural y ni modo. Fue culpa de mi tata si bien se analiza. Cuando nací, el viejito no se dio prisa pa enterrar mi ombligo que es como debe hacerse, que es como manda la buena crianza. Se descuidó el tata; fue que lo puso sobre una piedra del patio y en lo que fue por un machete, pa hacer el hoyito del entierro, vino una urraca y se llevó mi ombligo pa más nunca. Ansina fue que lo contó el viejito. Y siendo ansina, ¿onde diablos voy a estar quieto? Siempre volando como mi ombligo, que esa fue mi ganancia. Por eso es que no quedo quieto en ningún lugar; pepeno las ganas de jalar veredas. Si me hubieran enterrado el pellejito, otro fuera el cuento”... Una musicalidad casi salmódica, a la que contribuye de tanto en tanto la iteración de alguna frase o período entre párrafos, suturándolos como estribillo, refuerza el aire poético de las narraciones en las que subyace un fondo mítico y una innegable dimensión simbólica. En el relato “Vientooo”, por ejemplo, Matías llama al viento Sur para que se lleve la lluvia y el frío, convencido de que su nahual, su animal totémico, podríamos decir que un trasunto del ángel de la guarda, la serpiente llamada nauyaca, acudirá a sus gritos y traerá el buen tiempo. A lo largo del cuento, el protagonista, entre recuerdos y quejas, se va apagando, desazonándose, quejoso de su vejez. Finalmente, una nauyaca le muerde, lo mata y, con su muerte, aparece el viento Sur y el buen tiempo. Podría verse aquí casi una inversión de valores, una consideración de la muerte inevitable como algo positivo, no como un desastre sino como apertura, como trascendencia a algo mejor, como acabamiento del clima sombrío y nacimiento del sol.
La muerte está presente en cada uno de los relatos del libro y los culmina todos, tanto que se podría decir que es el personaje central. Si en el cuento que acabo de comentar puede tener un significado casi hierofánico, en otros (así en “Patrocinio Tipá”) reviste las características de un fatum de tragedia griega. Pero siempre está ahí, cercana, cotidiana, compañera del ser humano, mostrándose a manera de asesinatos, guerras, venganzas, enfermedades letales, espantos (fantasmas), siempre está como lo está en la vida real del mexicano, hasta el punto de que éste ha llegado a darle una significación muy diferente a la que puede darle el habitante de Europa o de Estados Unidos.


lunes, 13 de enero de 2014

Dostoiewski, de Stefan Zweig


Dostoiewski
Trad: José Fernández
Editorial Juventud
Barcelona, 1983

A pesar de que habitualmente se incluya en el género biográfico, este libro sobre el novelista ruso no es una biografía. Apenas en su tercer capítulo, llamado “La tragedia de su vida”, esboza el autor unos trazos sobre la peripecia vital de Dostoievski. El resto es más bien una psicografía y una poética que Zweig desarrolla a través de la obra de aquel sin detenerse nunca en un análisis literario al uso. En vez de eso, el ensayo, de estilo literario y que se zambulle de lleno en entonaciones dudosamente poéticas y con frecuencia grandilocuentes hasta enfadar, habla y habla y habla, casi sin dar respiro y panegíricamente, del alma atormentada, ambivalente y mística del narrador eslavo, cuestión en la que se recrea y se reitera hasta la náusea. Es al menos paradójico que fuese el mismo Zweig el que dijera las siguientes palabras: “Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual”.
El librito, dejando aparte su naturaleza plúmbea y que lo escrito en doscientas veinte páginas se habría podido escribir en cinco, tiene sus aspectos y sus momentos interesantes. No es necesario conocer la obra de Dostoievski para entenderlo. Y lo mismo se puede leer como una introducción que abra el apetito de aquella, función que sin duda cumple, como un comentario a las novelas, una vez leídas, que nos aporta otra visión de ellas, inteligente por supuesto aunque bastante pesada y desmedidamente entusiasta. 
En no pocas ocasiones el discurso contiene reflexiones que son válidas por sí mismas, al margen de que se estén refiriendo o no a Dostoievski: “…el egoísmo se convierte en omnihumanidad; se rompe la soledad, el retraimiento, que era sólo orgullo, y con humildad infinita y abrasado amor, el corazón del hombre nuevo abraza en cada prójimo al hermano, al hombre puro. De este hombre último, purificado, se han borrado todas las distinciones y la conciencia social de clase: desnudo como el hombre del Paraíso, su alma no conoce la vergüenza, el orgullo, el odio ni el desprecio. Criminales y prostitutas, asesinos y santos, borrachos y príncipes: todos se hablan y comunican como hermanos en la entraña más honda y verdadera de su ser, todos funden y confunden, corazón con corazón, alma con alma”.

sábado, 11 de enero de 2014

La salamandra, de Morris West


La salamandra
Trad: Sebastán Martínez y Luis Vigil
Editorial Pomaire
Barcelona, 1973

El coronel del SID (Servizio Informazione Difensa), Dante Alighieri Matucci, se encarga de investigar las circunstancias que rodean la muerte del general Massimo Pantaleone. A partir de este inicio, típico del género policíaco clásico, el autor desarrolla precisamente eso, una novela policíaca con todos sus elementos, búsquedas, deducciones, acción, muy entretenida y bien tramada y escrita. Pero no es solamente eso. Es también novela de aventuras, historia de amor nada convencional y drama humano con personajes cuyos componentes están cuidadosamente equilibrados para dotarlos de relieve. En ellos se mezclan la generosidad, el valor o la amistad con adecuadas dosis de cinismo o desconfianza a veces. Los “malos” pueden tener rasgos de una cierta humanidad sin dejar de ser los “malos”. Lo que da verosimilitud a la narración. Pero, más allá de todo esto, se trata de una reflexión sobre las tramas de corrupción en las que están inmersos los poderes políticos y económicos. Es en este último aspecto en el que carga las tintas Morris West, realizando una denuncia enmascarada en la ficción que, si era válida en aquellos años setenta del siglo veinte, sigue siendo hoy día de absoluta actualidad. Ya la cita de Bertold Brecht que figura al comienzo indica la intención del mensaje que la narración conlleva: “Si aprendiéramos a mirar en vez de papar moscas, / veríamos el horror en el corazón de la farsa; / si simplemente actuáramos en lugar de hablar tanto, / no acabaríamos, una y otra vez, yendo de culo. / ¡Hombres no celebréis todavía la derrota / de lo que nos dominaba hace poco! / Aunque el mundo se alzó y detuvo al bastardo, / la perra que lo parió está otra vez en celo”. Y también es “La salamandra”, por supuesto, magnífica literatura en su más estricto sentido textual. Especialmente brillante en este aspecto es el capítulo de cinco páginas que inicia el LIBRO III, capítulo que logra transmitir vívidamente al lector la sensación mortal de angustia y terror por la que está pasando el protagonista: “Me desperté, o soñé que me despertaba, en una absoluta oscuridad y silencio. Estaba, o soñaba que estaba, flotando en un espacio indeterminado de un continuo sin tiempo. No estaba triste; no estaba contento; no me dolía nada; simplemente, estaba. Al principio aquello era bastante: el flotar, el soñar y el simple ser. Luego comencé a sentirme intranquilo, al principio, levemente, luego de forma más y más aguda. Faltaba algo. No lo podía definir mejor. No podía definir nada. Mi mente era un remolino de niebla. Estaba tanteando, sin manos, en la nada…”

lunes, 6 de enero de 2014

Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami


Al sur de la frontera, al oeste del sol
Trad: Lourdes Porta
Tusquets Editores
México, D.F. 2013

De alguna manera, me pasa lo mismo que al personaje central de este libro:
“-¿Ya no lees novelas?
-Sí, claro que sí. Pero no tanto como antes. Apenas conozco las modernas. Sólo leo novelas antiguas. La mayor parte del siglo XIX. También releo muchos libros que había leído hace tiempo.
-¿Y por qué no lees novelas modernas?
-Tal vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía. Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: «¡Vaya tontería que acabo de leer!», siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que cabía, claro. Pero ahora no. Sólo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga que ver con hacerse viejo”.
Eso, más o menos, me ocurre a mí. Por eso, es muy raro que lea autores contemporáneos. Los pocos con los que lo he intentado, a veces superando fundados prejuicios (y vale la aparente contradicción), como la suposición de la más que dudosa calidad de los best sellers, he acabado defraudado. Muy recientes Premios Nobel me han resultado insustanciales, soporíferos y malo/as escritores/as. Ha habido en todo esto alguna excepción, como Alessandro Baricco, que descubrí casualmente por la recomendación de una amiga. Desde que leí “Océano mar” no pude parar hasta tragarme casi toda su obra. Y aún me falta algún que otro libro suyo que leeré a la menor brevedad posible. Lo que me pasó con Baricco lleva camino de repetirse con Haruki Murakami. No había leído nada de él. Lo que me ha hecho acercarme a su obra no ha sido, en esta ocasión, la recomendación de nadie sino algo perteneciente a una esfera muy personal, muy íntima, que no viene a cuento comentar aquí.
Si tuviera que resumir el alma de esta novela en uno de sus párrafos, me quedaría con el siguiente: “«Todo se va deprisa», pensé. Algunas cosas desaparecen de repente como si las hubieran cortado. Otras se van difuminando despacio antes de borrarse definitivamente. «Y lo único que queda es el desierto»”. Esta idea, este “tempus fugit” que resultará pesimista a muchos, que sin duda tiene todas las trazas de serlo y que cruza todo el relato, está sin embargo impregnado de una indudable poesía, no del mismo tipo que la que envuelve, con sus aires trascendentes, las geniales “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, pero sí muy similar, casi prima hermana de aquella y, por supuesto, más acorde con la sensibilidad de nuestra época, como es natural.
“Al sur de la frontera, al oeste del sol”, cuyo título está parcialmente tomado de el de la canción “South of the border”, no hace sólo esta alusión musical del título. El relato está recorrido por diferentes piezas, de músicos clásicos como Mozart, Rossini o Grieg, pero sobre todo de jazz (The Star-Crossed Lovers, de Duke Ellington, Embraceable you, de Charlie Parker o Pretend, de Nat King Cole) que, además de aportar a la ambientación, tienen en cada caso un significado simbólico que contribuye de manera importante a la narratividad. Otros “homenajes” (por llamarlos como se ha dado en hacer) salen a nuestro encuentro. Por ejemplo, el protagonista, Hajime, que es dueño de un “jazz bar” aparece reiteradamente acodado en la barra tomando un cocktail. Los músicos tocan, cada vez que él está, una pieza que saben que le gusta mucho. Un día, aparece por allí, después de años sin verla, una mujer de la que estuvo y sigue estando enamorado. Todos estos detalles remiten, mucho antes de que se evidencie, al lector avispado, a la película Casablanca, al Bar de Rick. La sospecha se convertirá en certeza en la página 256 (de mi edición, claro), donde Murakami recrea en una graciosa réplica un contrapunto de la mítica escena entre Humphrey Bogart (Rick) y Dooley Wilson (Sam).
La novela está maravillosamente tejida y todos sus elementos –espacio, tiempo, acción...- eficazmente utilizados. Rezuma, sí, tristeza por sus doscientas sesenta y seis páginas. Pero no una tristeza gratuita ni morbosa, sino imposible de eludir en la historia que cuenta de una forma honesta, tan honesta como lo es a carta cabal el protagonista, a pesar de creer todo lo contrario sobre sí mismo y de todas sus contradicciones (que, por otra parte, todos los seres humanos tienen aunque sólo las admitan los honestos).
Desarrollada fundamentalmente en la forma lineal clásica (aunque no falta el uso de técnicas modernas, como el “flash back”), parte de la infancia de Hajime y su amiga Shimamoto para recorrer luego su adolescencia y juventud, sus varias relaciones amorosas y culminar en su primera madurez de forma serenamente misteriosa, sin final explosivo ni apoteósico pero que deja plenamente satisfecho al lector y que, si se tratara de la representación de una obra teatral, le arrancaría una entusiasta ovación.
Una historia que, en manos torpes o mercenarias, hubiera dado lugar a una novela empalagosa, cursi o pornográfica. Y con la que Murakami ha construido una obra magnífica. Y es que el resultado de una escultura no depende del barro o del mármol ni del tema sino de las manos que la modelan.



sábado, 4 de enero de 2014

El diosero, de Francisco Rojas González


El diosero
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 2013

La actividad antropológica de Francisco Rojas González le permite conducirnos en este libro de cuentos a través de todo México recalando, en cada uno de ellos, en distintas etnias indígenas (zoques, tzeltales,  coras, huicholes, chinantecos, mazahuas, pames, otomíes, lacandones, yaquis) y mostrándonos en dichos relatos, llenos de emotividad y un finísimo humor, diferentes costumbres, rituales de boda, de muerte, de nacimiento, sincretismos religiosos… que nos brindan la oportunidad de echar un vistazo a la idiosincrasia de distintos grupos raciales mexicanos además de hacernos disfrutar de una narrativa sobria, sin pretensiones y mucho más que digna.
Catorce son las pequeñas historias que componen el tomo. En ningún momento aburre. Las casi ciento cuarenta páginas se leen de un tirón. Treinta y nueve ediciones de esta obra (desde 1952 a 2013) dan fe de su éxito debido, sin duda, a su sencilla prosa de alta calidad. Esta sencillez está siempre presente a pesar de la utilización (que da color y autenticidad al texto) de muchos indigenismos que pueden obligar al lector escrupuloso a consultar diccionarios especializados y al menos escrupuloso a deducir a veces del contexto. Se trata, sin embargo, de un obstáculo menor (y, como ya he dicho, enriquecedor) por el que se pasa sin el menor problema bajo el acicate del aliciente que consigue ser este libro. Muy aconsejable para los interesados en México, en las cuestiones etnológicas o, simplemente, en la buena literatura.