Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.

jueves, 14 de julio de 2016

Una pena en observación, de C. S. Lewis


Una pena en observación
Traducción: Carmen Martín Gaite
Editorial Anagrama
Barcelona, 1994

C. S. Lewis, el autor irlandés de la saga fantástica “Las Crónicas de Narnia” entre otras obras, se casó en 1956 con la poetisa estadounidense Joy Gresham, diecisiete años más joven que él. Lo que en principio fue un matrimonio simplemente aceptado por el escritor para que su amiga pudiese conseguir el permiso de residencia que le había sido negado por el gobierno inglés, lo redescubrieron pronto ambos como un amor apasionado. Tras diagnosticársele a Joy un cáncer de hueso, muere en 1960, dejando a Lewis completamente desolado. Esta historia se ha recreado en la película de Richard Attenborough, “Tierra de penumbras”, que puede verse entrando en este link.
Después de la muerte de su esposa, C. S. Lewis escribe en varios cuadernos las notas que darán origen al libro que comento.
Aunque, al menos en esta edición española, “Una pena en observación” está publicado dentro de una colección de narrativa, no se trata de un texto que pueda enmarcarse dentro de ninguno de los géneros etiquetados como tal. Ni es una novela, ni larga ni corta, ni son cuentos. En caso de querer clasificarlo tendríamos que meterlo bajo el amplio cobijo del ensayo literario. Es, sin embargo, lo de menos a la hora de abordar esta pequeña obra maestra en la que el escritor desnuda su alma herida, con una sinceridad y una maestría equiparables.
Inmerso en el duelo de la pérdida, busca respuestas de manera desgarrada y lúcida a un tiempo, poniendo bajo la lupa de su reflexión a su propio sufrimiento, a la amada desaparecida, a Dios y su silencio.
Si hay que señalar un rasgo sobresaliente de este libro, aparte de su indudable poesía y su profundidad meditativa, es, insisto, su sinceridad sin concesiones a nadie, empezando por el mismo autor. La autocrítica sin masoquismo está presente como un escalpelo que no duda en hendirse a la hora de sacar la verdad a la luz. “Por primera vez he vuelto atrás y he estado leyendo estas notas. Me he quedado horrorizado. Por la forma en que he venido hablando, cualquiera tendría derecho a pensar que lo que más me importa de la muerte de H. son sus efectos sobre mí mismo”(...) “¿Qué clase de amante soy yo, pensando tan sin cesar en mis tribulaciones y tan poco en las de ella?” (…)“Seguramente la fe –creo que será fe- que me permite rezar por los otros muertos me ha parecido fuerte sólo porque no me ha importado en realidad…”. También cuestiona al destino y a Dios y se rebela: “El destino (o lo que quiera que sea) se deleita en crear una gran capacidad para luego frustrarla. Beethoven se quedó sordo. Medido por nuestro rasero, una broma cruel; la sarcástica triquiñuela de un imbécil rencoroso”. Duda, se atormenta por la suerte de su esposa: “Me dicen que H. es ahora feliz, me dicen que descansa en paz. ¿Qué les hace estar tan seguros de esto?”(...)“«Porque ella ahora está en las manos de Dios». Pero si esto fuera así, tendría que haber estado en manos de Dios todo el tiempo, y yo he sido testigo del trato que esas manos le dieron en la tierra. ¿Van a volverse más cariñosas para nosotros justo en el momento en que nos escapamos del cuerpo? ¿Y por qué razón? Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o no existe; porque en la única vida que nos es dado conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes”. Para darnos cuenta del alcance de estas reflexiones, hemos de considerar que estamos ante un inteligentísimo apologeta del cristianismo, ateo en su juventud. Su encarnizada lucha consigo mismo y con Dios recuerda la pelea de Jacob con el ángel o al Blas de Otero de “Ángel fieramente humano” o “Redoble de conciencia”.
Después de la pugna y, tras poner en solfa la validez del mismo texto que escribe (“¿Por qué le doy cabida en mi mente a tanta basura y bagatela? ¿Acaso espero que disfrazando de pensamiento a mi sentir, voy a sentir menos intensamente? ¿No son todas estas notas las contorsiones sin sentido de un hombre incapaz de aceptar que lo único que podemos hacer con el sufrimiento es aguantarlo?”), tras pasar por las fases de negación, negociación y aceptación tantas veces descritas por psicólogos y tanatólogos, una experiencia casi mística (no sabemos si real o inventada -¿qué es lo real?-) lo conduce a un reencuentro con su mujer. Finalmente, cierra el libro con unas hermosas y esperanzadoras líneas: “¡Qué cruel sería convocar a los muertos caso de que pudiéramos hacerlo! Ella dijo, no dirigiéndose a mí, sino al sacerdote: «Estoy en paz con Dios». Y sonrió. Pero no me sonreía a mí. Poi si tornò all’terna fontana.
“Una pena en observación” es, por un lado, ya lo he dicho, una pequeña joya de la literatura universal. Por otro, un texto altamente recomendable para quienes han perdido a un ser amado, así como para figurar entre las lecturas de psicólogos y tanatólogos. También tiene sus lectores contraindicados. Ni ateos ni fanáticos religiosos deberían aventurarse en sus páginas, pues sólo conseguirán agarrar un cabreo inútil.

viernes, 8 de julio de 2016

La mano de Dios, de Juan Villa


La mano de Dios
Editorial Point de lunettes
Sevilla, 2016

Sigue deambulando Juan Villa  en los cinco relatos que conforman el volumen “La mano de Dios”, como en casi toda su obra anterior, por tierras almonteñas y, más en concreto, por el ámbito de Doñana. Si las cuatro primeras narraciones, que se encuadran dentro del género del cuento corto, mezclan el humor con el patetismo y, a ratos, con una tierna ingenuidad, la última, “Los almajos”, novela corta, supone una inflexión amarga que no deja lugar a la risa. Y, no sé si en consonancia con sendos tonos, mientras que “Pregúntale a la culebrita”, “La mano de Dios”, “La crisis de los misiles” y “Un gran salto”, giran en torno a personajes de una contextura psíquica primitiva que propicia lo chusco dentro de la crítica social, así el “meteorólogo” Orejita, los habitantes del Majadal aterrados por la “ira divina” (acertadísima e hilarante metáfora de un poder no tan gracioso), Antonia y su admirado e “infalible” Isaac Cartagena o el genial epígono de Marconi, Epifanio Otero, por otro lado, digo, el personaje central de “Los almajos”, Fabián, crepuscular, triste, se mueve en todo momento dentro de una espiral trágica trazada a un ritmo de adagio que impregna con su melancolía incluso momentos que, en otro contexto, podrían ser humorísticos.
En esta novela corta retoma Juan Villa la cosmovisión de sus dos primeras, “Crónica de las arenas” y “El año de Malandar”, sobre todo de la primera, aunque también la podamos ver en los cuentos que la preceden (incluso algún personaje conocido, como un joven teniente de carabineros protagonista de “El año de Malandar”, hace un cameo, valga el término cinematográfico, en la segunda página de “Un gran salto”). En ese mismo ambiente de postguerra, denso, opresivo, miserable, sobre un telón de fondo deprimente, borrascoso, en el que una lluvia incesante subraya la sordidez, Fabián pasa revista a una existencia transcurrida a contrapelo entre la fatalidad y sentimientos de culpa infundados, mientras su destino se decide en el lapso de una partida de tute, símbolo que se finge fortuito, un destino que puede ser también el del Nano o el de Muriel o el de cualquiera a quien le toque en esa tierra en la que la vida llega a negarse a sí misma empujada por la desdicha y la penuria.
La estructura, circular, adaptada así al callejón sin salida existencial que plantea la historia, contrae el tempo narrativo a la duración de una partida de cartas, encajando en él acontecimientos sucedidos en varios lustros.
Los personajes, de dibujo marcadamente expresionista, como suelen serlo en este autor, casi parecen, por sus contrastes, salidos de un aguafuerte, desde el superviviente (o vividor) y cínico Mejías, por poner unos cuantos ejemplos, pasando por el pobre mudito Bernabé, representante de la inocencia, hasta Granada, extraño espécimen en tal caldo de cultivo, inminente esposa de Fabián e involuntaria detonante, o el cura don Bernardo, que recuerda a un personaje de Guareschi pero en vicioso. Tal como Fabián, con ciertas rectificaciones psicológicas, me ha evocado, por su problemática vital entre otras cosas, a Mersault, el personaje central de “El extranjero”, de Albert Camus, concomitancia creo que inevitable de una forma absoluta en cualquier héroe existencialista.




jueves, 7 de julio de 2016

Ácido sulfúrico, de Amélie Nothomb


Ácido sulfúrico
Trad: Sergi Pàmies
Editorial Anagrama
Barcelona, 2007

En este libro, que quiere ser una crítica feroz a una sociedad inmunizada contra el dolor ajeno, es patente la influencia de “¿Acaso no matan a los caballos?”, de Horace McCoy, llevado al cine por Sydney Pollack con el nombre de “Danzad, danzad, malditos”. De la misma manera en que nosotros contemplamos sin inmutarnos las masacres que nos transmiten los noticiarios mientras nos zampamos tranquilamente nuestro bistec, en “Ácido sulfúrico” los espectadores del programa televisivo “Concentración”, un reality show al modo de Gran Hermano en plan bestia, disfrutan de las humillaciones y maltratos, incluyendo penas de muerte, infligidos a los participantes forzosos y elegidos al azar en redadas callejeras.
Los personajes, divididos en franjas suficientemente delimitadas, metaforizan la injusticia social implícita en una diversidad de destinos concebidos para beneficiar a unos a costa del cruel sacrificio de otros: las víctimas que sufren, los kapos que ejecutan su labor de verdugos, los organizadores que se lucran y los espectadores, representantes de la mayoría social, verdaderos culpables, tal y como denuncia el personaje central, Pannonique, chica angelical e inteligente, investida de un cierto aura mesiánico, que conduce a todos a la liberación con la paradójica ayuda de su contratipo, su gemela del lado tenebroso, Zdena, enamorada de ella y a la que gana para la causa del bien.
La idea, como apunto al inicio de esta nota, no es nueva. También es la tesis central de la película de Bertrand Tavernier “La muerte en directo”, basada en la novela  “The Unsleeping Eye”, de David G. Compton y, de una u otra forma, de “Freaks”, de Tod Browning, o “El hombre elefante”, de David Lynch, por poner algún ejemplo. Todos estos libros y filmes son acusaciones a la conversión del sufrimiento ajeno en espectáculo y, fundamentalmente, a la sociedad que permite y, así, alienta este fenómeno y el sistema que hace posible esa sociedad. Dicho esto, no hay ningún elemento que haga destacar a la novela de Nothomb sobre los otros relatos citados. La distingue, eso sí, su contextualización en nuestra época de ridículos programas televisivos, como “Gran Hermano”, “Supervivientes”, etc, de los que hace una salvaje reducción al absurdo y a los que utiliza como símiles para señalar a la misma realidad como espectáculo (vid. Guy Debord), con sus injusticias, hambrunas, epidemias y guerras. Es, sin duda, una novela testigo de nuestra época. Aunque creo (tal vez sea una cuestión de gusto personal) que, al incurrir en una excesiva estilización que la convierte en inopinada caricatura, pierde fuelle y eficacia.