Nebiros
Edición y epílogo de Victoria Cirlot
Editorial Siruela
Madrid, 2016
Verdadera sorpresa la que me llevé
hace unos días al encontrar, en la sección de novedades de una librería, una
novela del que considero uno de los mejores poetas españoles, si no el mejor,
del siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno. Y es que no ubicaba yo a
Cirlot dentro del género. Aparte de poeta, lo sabía especialista en simbología,
en arte, crítico musical y de cine… Pero, ¿novelista? El encuentro con “Nebiros”
fue mi primera noticia al respecto. Y no es raro que, a pesar de haber hecho un
seguimiento, si no exhaustivo muy intenso, del autor catalán, nunca me haya topado
con ninguna novela suya. Porque esta fue, al parecer y que se sepa hasta la
fecha, la única que escribió, allá por 1950. Y el dudoso “mérito” de que no se
pudiera publicar y quedase inédita hasta este año 2016 se le debe a la censura
franquista. Con motivos (no me atrevo a llamarlos argumentos) tan ridículos que
avergonzarían hoy día hasta a una monjita de clausura, fue vetada esta obra dos
veces consecutivas por los cancerberos del poder, la moral y las buenas
costumbres. A partir de entonces, la trayectoria del libro fue ciertamente
rocambolesca. A pesar de que Cirlot, como cuenta su hija en el epílogo,
destruyó todo aquello anterior a 1958 que, por una razón u otra, no se había
publicado, “Nebiros” se salvó. Victoria Cirlot encuentra casualmente una copia
entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. Pero la novela
parecía escurridiza. Se volvió a extraviar. Hasta que en el año 2015 Enrique
Granell y Victoria hallan otro ejemplar en el Archivo
General de la Administración en Alcalá de Henares . Y, esta vez sí, el
relato se publica, curiosamente en las fechas en que se cumplen los cien años
del nacimiento del poeta. Pero no queda con esto totalmente resuelto el tema.
Si la narración no fuese, por sí misma, suficientemente misteriosa al mismo
tiempo que esclarecedora, sigue quedando la duda de si la novela que en esta
edición leemos está completa o mutilada, debido a posibles aspectos disparejos,
en cuanto a presentación (interlineado, por ejemplo), que pudieran haber
existido entre las distintas copias. La duda surge porque el que iba a ser el
editor en el año 1951-52, José Janés, se dirige al censor diciéndole que el libro
tiene doscientas páginas y el censor número 20, el primero de los dos
encargados de leerlo, alude a las páginas 157 y 173 cuando el original que
Granell y Victoria rescatan en el AGA
tiene 148. ¿Texto más apretado en una copia que en otra o falta una tercera
parte en esta edición? Tal vez un día lo sepamos. Hasta entonces, si ese día
llega, tenemos esta versión, indudablemente interesante. No sólo para los
cirlotianos, que cada día engrosan sus filas, sino para todos los amantes de la
buena narrativa.
Y, comentando ya un poco el relato,
más allá de las peripecias que lo rodean, ¿por qué se llama Nebiros?, ¿qué
significa esa palabra? Aunque eso se aclara en el desarrollo de la narración,
lo explicaré de pasada sin temor de destripar ninguna clave que deba permanecer
en secreto para conservar el interés de la lectura. Nebiros (castellanización
de Nebirus) es el nombre de un demonio que el personaje central de la novela
(cuyo nombre no sabemos) encuentra en un libro. “Tímidamente, como si se aproximara a una zona enemiga –escribe Cirlot- se fue acercando a los puestos de libros.
No veía nada; ni títulos ni portadas. Solo una vibración luminosa y un
movimiento de vaivén. Después el campo de su visión se fue tornando nítido y
distinguió con precisión un título de letras muy pequeñas, escrito en el lomo
de un librito casi oculto entre una masa gris. Decía: Los Secretos del Infierno”.
Y, dentro de ese libro:
Nebiros, el demonio del pecado
desconocido. Los otros diablos tienen encomendado cada uno un pecado: lujuria,
gula, avaricia, etc. De “Nebiros se decía
que sus dominios consistían en un pecado que alude la Biblia, que no se puede
nombrar o, mejor dicho, del cual se ignora la esencia”. Esta entidad, o su
evocación, irá persiguiendo o acompañando a nuestro personaje a lo largo de su
periplo a veces atormentado, a veces exaltado o visionario, por la nocturnidad
de la ciudad cuyo nombre tampoco sabremos. Alucinaciones o revelaciones
alternarán con derrumbamientos anímicos, con fases depresivas y negras, de
tintes nihilistas, en un movimiento pendular, casi bipolar, teñido de angustia
y luego de esperanzas que a continuación le parecen falsas, ilusorias.
El escenario exterior: una zona
miserable, prostibularia, zona de puerto que podría ser Barcelona (que, con
toda seguridad, está inspirada en Barcelona). Los espacios en los que, como en
casillas de un juego de la oca delirante, va recalando, casas de lenocinio,
muelles, bares, plazas, su propio hogar… todos ellos oníricos, todos ellos con
sabor a sueños, así como los otros personajes: desde una niña de dos años
abandonada en la madrugada fría de una gótica placita solitaria hasta los
fantasmales parroquianos de un bar tal vez llamado “Nebiros”, la prostituta de
cuerpo monstruoso identificada con la mítica Lilitu bíblica o la mujer de la
limpieza que es la chica de ojos verdes que se cruza en su caminata montada en
un coche blanco que es su antiguo y único amor que lo abandonó que se llamaba Sybille
Schmidt, actriz expulsada del cine por los nazis por no representar el
prototipo ario (y es curiosa la repetida recurrencia del autor a actrices en su
obra –la Schmidt, Susan
Lenox, Inger Stevens
o Bronwyn-Rosemary
Forsyth-), ecuaciones que no son extrañas en una obra que no deja de
recordar, repetida y regularmente, la simultanea multiplicidad y unidad del
ser, idea que, junto a otras de filiación gnóstica, oriental o, en cualquier
caso, tradicional en el sentido profundo del término tradición, emparentadas
con ella, como, por ejemplo, lo ilusorio de lo que percibimos, (Contemplaba los tranvías, los autobuses muy
iluminados de dos pisos, y sonreía como el que asiste a una sesión de magia
blanca.“Nada de esto existe”, parecía pensar.) y en constante lucha
dialéctica con sus aparentemente opuestas, sin que se llegue a una solución
final, a una síntesis, sino más bien a unos puntos suspensivos que parecen
indicar que la búsqueda, la demanda, continúa siempre, sitúan la novela en el
ámbito de un cierto existencialismo que pudo parecerle pesimista a los
censores, lo que explica su absurdo veredicto: “Libro fatalista, saturado de contradicciones y pesimismo, cuyo
protagonista –un imaginativo sexual, tímido y sin fe-, después de un largo
paseo por el barrio de los prostíbulos de su ciudad, en el que se le ocurren
los más paradójicos y peregrinos comentarios, llega a la escéptica conclusión
que toda ansia de superación y mejora espiritual es inútil”. Genial. Como
lector, el censor no merece ni un aprobado raspado. Ni como redactor: véase el
imperdonable queísmo. Y, para acabar de rematar su gloriosa intervención, los censores
pontifican en el segundo informe: “De una
moralidad grosera y repugnante. No se debe autorizar”. En fin. Lo cierto es
que la novela, de poético discurso y profundidad filosófica, nos pasea por el
rico universo de la estética y las ideas cirlotianas que emanan del resto de su
obra. De hecho, el lector atento podrá encontrar resonancias de otros libros de
JEC escritos hasta entonces.
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