Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.

viernes, 8 de julio de 2016

La mano de Dios, de Juan Villa


La mano de Dios
Editorial Point de lunettes
Sevilla, 2016

Sigue deambulando Juan Villa  en los cinco relatos que conforman el volumen “La mano de Dios”, como en casi toda su obra anterior, por tierras almonteñas y, más en concreto, por el ámbito de Doñana. Si las cuatro primeras narraciones, que se encuadran dentro del género del cuento corto, mezclan el humor con el patetismo y, a ratos, con una tierna ingenuidad, la última, “Los almajos”, novela corta, supone una inflexión amarga que no deja lugar a la risa. Y, no sé si en consonancia con sendos tonos, mientras que “Pregúntale a la culebrita”, “La mano de Dios”, “La crisis de los misiles” y “Un gran salto”, giran en torno a personajes de una contextura psíquica primitiva que propicia lo chusco dentro de la crítica social, así el “meteorólogo” Orejita, los habitantes del Majadal aterrados por la “ira divina” (acertadísima e hilarante metáfora de un poder no tan gracioso), Antonia y su admirado e “infalible” Isaac Cartagena o el genial epígono de Marconi, Epifanio Otero, por otro lado, digo, el personaje central de “Los almajos”, Fabián, crepuscular, triste, se mueve en todo momento dentro de una espiral trágica trazada a un ritmo de adagio que impregna con su melancolía incluso momentos que, en otro contexto, podrían ser humorísticos.
En esta novela corta retoma Juan Villa la cosmovisión de sus dos primeras, “Crónica de las arenas” y “El año de Malandar”, sobre todo de la primera, aunque también la podamos ver en los cuentos que la preceden (incluso algún personaje conocido, como un joven teniente de carabineros protagonista de “El año de Malandar”, hace un cameo, valga el término cinematográfico, en la segunda página de “Un gran salto”). En ese mismo ambiente de postguerra, denso, opresivo, miserable, sobre un telón de fondo deprimente, borrascoso, en el que una lluvia incesante subraya la sordidez, Fabián pasa revista a una existencia transcurrida a contrapelo entre la fatalidad y sentimientos de culpa infundados, mientras su destino se decide en el lapso de una partida de tute, símbolo que se finge fortuito, un destino que puede ser también el del Nano o el de Muriel o el de cualquiera a quien le toque en esa tierra en la que la vida llega a negarse a sí misma empujada por la desdicha y la penuria.
La estructura, circular, adaptada así al callejón sin salida existencial que plantea la historia, contrae el tempo narrativo a la duración de una partida de cartas, encajando en él acontecimientos sucedidos en varios lustros.
Los personajes, de dibujo marcadamente expresionista, como suelen serlo en este autor, casi parecen, por sus contrastes, salidos de un aguafuerte, desde el superviviente (o vividor) y cínico Mejías, por poner unos cuantos ejemplos, pasando por el pobre mudito Bernabé, representante de la inocencia, hasta Granada, extraño espécimen en tal caldo de cultivo, inminente esposa de Fabián e involuntaria detonante, o el cura don Bernardo, que recuerda a un personaje de Guareschi pero en vicioso. Tal como Fabián, con ciertas rectificaciones psicológicas, me ha evocado, por su problemática vital entre otras cosas, a Mersault, el personaje central de “El extranjero”, de Albert Camus, concomitancia creo que inevitable de una forma absoluta en cualquier héroe existencialista.




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