La mano de Dios
Editorial Point de lunettes
Sevilla, 2016
Sigue deambulando Juan Villa en los cinco relatos que conforman el volumen “La
mano de Dios”, como en casi toda su obra anterior, por tierras almonteñas y,
más en concreto, por el ámbito de Doñana. Si las cuatro primeras narraciones,
que se encuadran dentro del género del cuento corto, mezclan el humor con el
patetismo y, a ratos, con una tierna ingenuidad, la última, “Los almajos”,
novela corta, supone una inflexión amarga que no deja lugar a la risa. Y, no sé
si en consonancia con sendos tonos, mientras que “Pregúntale a la culebrita”, “La
mano de Dios”, “La crisis de los misiles” y “Un gran salto”, giran en torno a
personajes de una contextura psíquica primitiva que propicia lo chusco dentro
de la crítica social, así el “meteorólogo” Orejita, los habitantes del Majadal
aterrados por la “ira divina” (acertadísima e hilarante metáfora de un poder no
tan gracioso), Antonia y su admirado e “infalible” Isaac Cartagena o el genial
epígono de Marconi, Epifanio Otero, por otro lado, digo, el personaje central
de “Los almajos”, Fabián, crepuscular, triste, se mueve en todo momento dentro
de una espiral trágica trazada a un ritmo de adagio que impregna con su
melancolía incluso momentos que, en otro contexto, podrían ser humorísticos.
En esta novela corta retoma Juan
Villa la cosmovisión de sus dos primeras, “Crónica de las arenas” y “El año de
Malandar”, sobre todo de la primera, aunque también la podamos ver en los
cuentos que la preceden (incluso algún personaje conocido, como un joven
teniente de carabineros protagonista de “El año de Malandar”, hace un cameo, valga
el término cinematográfico, en la segunda página de “Un gran salto”). En ese
mismo ambiente de postguerra, denso, opresivo, miserable, sobre un telón de fondo
deprimente, borrascoso, en el que una lluvia incesante subraya la sordidez,
Fabián pasa revista a una existencia transcurrida a contrapelo entre la
fatalidad y sentimientos de culpa infundados, mientras su destino se decide en
el lapso de una partida de tute, símbolo que se finge fortuito, un destino que
puede ser también el del Nano o el de Muriel o el de cualquiera a quien le toque
en esa tierra en la que la vida llega a negarse a sí misma empujada por la
desdicha y la penuria.
La estructura, circular, adaptada
así al callejón sin salida existencial que plantea la historia, contrae el
tempo narrativo a la duración de una partida de cartas, encajando en él
acontecimientos sucedidos en varios lustros.
Los personajes, de dibujo
marcadamente expresionista, como suelen serlo en este autor, casi parecen, por
sus contrastes, salidos de un aguafuerte, desde el superviviente (o vividor) y
cínico Mejías, por poner unos cuantos ejemplos, pasando por el pobre mudito
Bernabé, representante de la inocencia, hasta Granada, extraño espécimen en tal
caldo de cultivo, inminente esposa de Fabián e involuntaria detonante, o el
cura don Bernardo, que recuerda a un personaje de Guareschi pero en vicioso. Tal
como Fabián, con ciertas rectificaciones psicológicas, me ha evocado, por su
problemática vital entre otras cosas, a Mersault, el personaje central de “El
extranjero”, de Albert Camus, concomitancia creo que inevitable de una forma
absoluta en cualquier héroe existencialista.
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