Concierto barroco
Editorial Siglo XXI
Madrid, 1978
El
argumento de esta novela, bien simple y lineal, es lo de menos en ella. Un
indiano rico viaja de México a Europa. Al recalar en Cuba, su criado muere y
contrata a otro, Filomeno, en la isla. Visitan varios lugares de España para
arribar, finalmente, a Venecia, donde disfrutan de su carnaval y, en una de las
muchas piruetas cronológicas del relato, motivan el nacimiento de la ópera “Montezuma”,
de Antonio Vivaldi, de cuya creación y estreno son testigos. Un “desenlace”
crepuscular, en el que el viajero regresa a casa dejando atrás a Filomeno
inmerso en el continuo y fatal hundimiento de la ciudad de los canales, es roto
en un último momento por lo que podría ser el “Allegro con brío” de un
concierto de Louis Amstrong. Y es que este “Concierto barroco” (que transcurre a
través de la música y hablando de música) lo hace, en cierta forma, en clave
musical. Lo vemos arrancar en el Allegro de la partida, para transcurrir
después en un largo, un adagio, por ej, la triste muerte de Francisquillo, el primer
criado, y continuar en un largo (por ejemplo, repito) e ir alternando los
distintos movimientos hasta cerrar con una inopinada intervención de jazz. Que no
será la única aparente incongruencia en una historia en la que Vivaldi y
Haendel desayunan cerca de la tumba de Stravinsky. En medio de esta feria de
disparates, que Vivaldi se encarga de justificar en el capítulo 7: “No me joda
con la Historia en materia de teatro –le dice al indiano ante sus protestas de
que la ópera “Montezuma” no es fiel a los hechos-. Lo que cuenta aquí es la
ilusión poética…”, se le hace difícil al lector no avisado reparar en la
autenticidad de, por ejemplo, el “Ospedale della Pietá” –donde realmente
trabajó Antonio Vivaldi- y sus niñas músicas, que no han salido del magín de
Carpentier. Lo cual sólo importa en la medida en que sirve como apoyo del
virtuosismo textual del que hace alarde el escritor cubano, sumergiéndonos a
través de sus palabras sabiamente trabadas en un espacio-tiempo que no obedece
más leyes que las que le impone el arte y la poesía. Constantes alusiones
intertextuales, al Quijote, a Hamlet, a Otelo, constituyen otras tantas de las
especias que dan sabor y aroma a este exquisito guiso, ficción fruto de un
magnífico maridaje entre el exotismo americano y la vieja civilización europea.
En lo que se refiere a la vertiente ideológica (que podría atisbarse, por
ejemplo, en la postura final americanista, casi indigenista, del indiano, o la
actitud casi revolucionaria del criado negro) palidece ante lo realmente
importante aquí, insisto, que es el texto mismo, su poesía, su música, su
juego, aspecto lúdico para el que Carpentier no pierde ocasión. Como una en la
que se alude a un concierto improvisado en el Ospedale, “Buena música tuvimos
anoche” –dijo Montezuma, por desviar a los demás de una tonta porfía. –“¡Bah!
¡Una mermelada!” -dijo Jorge Federico. –“Yo diría más bien que era como
una jam sesión” –dijo Filomeno…”. El subrayado es mío para resaltar el
juego. En inglés, jam, aparte de formar parte de la expresión jam sesión, una
interpretación jazzística grupal improvisada, significa también mermelada.
Naturalmente, esta pequeña broma lingüística, que no pasa de ser eso, una
broma, no es lo que convierte esta obra en una joya literaria. Lo que hace de
ella prodigio fascinante es, por sobre todo, una prosa del siguiente tenor, común
a todo el libro: “En gris de agua y
cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de
nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas,
redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se
abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los
difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y
palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas
y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en
brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas
silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a
la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de
los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras,
opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul
pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo
naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo
granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil, y
azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios
y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos,
turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de
tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo
vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas.
De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las
linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del
comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que
apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y
duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último
bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de
fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego
artificial coronado de girándulas y meteoros... Y todo el mundo, entonces,
cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros
de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del
tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en
labios y dientes, de las embozadas de pie fino. En cuanto al pueblo, la
marinería, las gentes de la verdura, el buñuelo y el pescado, del sable y del
tintero, del remo y de la vara, fue una transfiguración general que ocultó las
pieles tersas o arrugadas, la mueca del engañado, la impaciencia del engañador
o las lujurias del sobador, bajo el cartón pintado de las caretas de mongol, de
muerto, de Rey Ciervo, o de aquellas otras que lucían narices borrachas,
bigotes a lo berebere, barbas de barbones, cuernos de cabrones. Mudando la voz,
las damas decentes se libraban de cuantas obscenidades y cochinas palabras se
habían guardado en el alma durante meses, en tanto que los maricones, vestidos
a la mitológica o llevando basquiñas españolas, aflautaban el tono de
proposiciones que no siempre caían en el vacío. Cada cual hablaba, gritaba,
cantaba, pregonaba, afrentaba, ofrecía, requebraba, insinuaba, con voz que no
era la suya, entre el retablo de los títeres, el escenario de los farsantes, la
cátedra del astrólogo o el muestrario del vendedor de yerbas de buen querer,
elixires para aliviar el dolor de ijada o devolver arrestos a los ancianos.
Ahora, durante cuarenta días, quedarían abiertas las tiendas hasta la
medianoche, por no hablarse de las muchas que no cerrarían sus puertas de día
ni de noche; seguirían bailando los micos del organillo; seguirían meciéndose
las cacatúas amaestradas en sus columpios de filigrana; seguirían cruzando la
plaza, sobre un alambre, los equilibristas; seguirían en sus oficios los
adivinos, las echadoras de cartas, los limosneros y las putas —únicas mujeres
de rostros descubiertos, cabales, apreciables, en tales tiempos, ya que cada
cual quería saber, en caso de trato, lo que habría de llevarse a las posadas
cercanas en medio del universal fingimiento de personalidades, edades, ánimo y
figuras. Bajo las iluminaciones se habían encendido las aguas de la ciudad, en
canales grandes y canales pequeños, que ahora parecían mover en sus honduras
las luces de trémulos faroles sumergidos”.