Plegarias atendidas
Trad: Ángel Luis Hernández
Editorial Anagrama
Barcelona, 2001
En esta su última e inacabada
novela, Truman Capote se despacha a gusto con toda la alta sociedad de su
entorno. No deja títere con cabeza. Más o menos ocultos tras nombres ficticios,
a veces sin ocultarlos, desnuda, pone en evidencia, machaca a ricos,
aristócratas, famosos de la pantalla, escritores, cuyos trapos sucios (siempre
según Capote, claro) van desfilando ante la atención morbosa del lector.
Montgomery Clift es un chupapollas (en el sentido exacto del término), los
Kennedy son “como perros”; a Niarchos, que lleva encima “bastante coñac como
para conservar en alcohol a un rinoceronte”, lo que le hace feliz es matar. Y, así, van adornando con sus miserias morales y sus
caricaturas, a veces crueles, las líneas del relato Jerry Salinger, Samuel Beckett, Greta Garbo,
Sartre, Warhol, Walter Mathau, Tennessee Williams, Gore Vidal, Albert Camus,
Peggy Guggenheim y muchos más. De manera que la narración parece el trabajo de
un paparazzi literario que, en vez de con su cámara, enfoca y exhibe con sus
palabras las partes más innobles de las víctimas destinadas a ser servidas,
trufadas de sexo y escándalo, como si de un programa televisivo de los llamados
“del corazón” se tratase.
Por lo demás, la
novela no reviste mayor interés. Las peripecias del personaje narrador, pícaro
amoral, salpicadas aquí y allá de un dudoso humor, no dejan de ser un pretexto,
unos anaqueles, un álbum donde colocar los cadáveres despellejados de sus
conocidos y amigos que, en cuanto leyeron los capítulos que se publicaron en la
revista Esquire, le dieron la espalda al escritor. Según la opinión del que era
su editor, Joseph M. Fox, este desastre fue la causa de que Capote abandonase
la redacción de esta obra, extremo que el escritor siempre negó. En cuanto a
las razones para que llevase a cabo semejante escabechina en la llamada
jet-set, existen distintas teorías que, dado que cualquiera de ellas es perfectamente
posible, seguramente seguirán siendo siempre eso, teorías: desde la casi
psicoanalítica que la interpreta como una llamada de atención que roza lo
histérico, un grito de socorro por miedo al abandono que ya, al parecer, sufrió
de niño hasta la que la interpreta como una venganza, un ajuste de cuentas, con
la sociedad de ricos que lo rodeaba. Es posible que se trate de una de esas
cosas o de todas. También es cierto que el mismo autor no sale muy bien parado
en el autorretrato que traza en la figura del narrador, su alter ego,
personaje con parámetros éticos en
cualquier caso discutibles.
Si, dejando al
margen todas estas circunstancias, nos centramos en el texto, está claro que no
nos encontramos ante una gran novela ni, aún teniendo en cuenta que se trata de
un proyecto incompleto, ni siquiera ante el esbozo de una gran novela. La
narración, muy bien escrita (sin duda), no va más allá de ser un conjunto de
anécdotas que gustará, seguro, a los amantes del cotilleo. Y, como mucho, es
una curiosidad interesante para los admiradores del genial autor de “A sangre
fría”.
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