Sputnik, mi amor
Trad: Lourdes Porta y Junichi Matsuura
Tusquets Editores
Barcelona, 2008
Sumire, una chica que, por una caprichosa asociación de ideas, me
recuerda a Alejandra Pizarnik. Su amigo, el narrador, cuyo nombre ignoramos (en
algún texto interpolado de Sumire, esta le llama K., aunque no queda
meridianamente claro si se refiere a él o no). Y Myû, mujer madura, hermosa,
rica y enigmática, que irrumpe en la vida de Sumire para cambiarla para siempre
y, de rebote, también en la de su amigo, el personaje narrador. Estos son los
personajes centrales.
Las primeras páginas de la novela se centran en un retrato
minucioso de Sumire, una muchacha fuera de los parámetros convencionales,
lectora voraz cuyo objetivo vital casi único es convertirse en una gran
escritora. Se narra su historia hasta el momento en el que se sitúa la acción,
su tipo de relaciones, su indiferencia por el sexo, que desembocará en el
descubrimiento de sus tendencias lésbicas, su intencionadamente desastrada forma
de vestir, su rechazo de la forma de vida burguesa. En uno de los capítulos, el
personaje narrador, amigo y enamorado sin esperanzas de Sumire, se detiene para
describirse a sí mismo.
Pronto aparece en el relato Myû, que conoce a Sumire casualmente
en una celebración familiar y revoluciona la vida de la chica, imprimiéndole un
cambio radical. Sumire, a petición de Myû, comienza a trabajar con ella como
una especie de secretaria. Deja de escribir, cambia su atuendo por otro que
realce sus encantos, deja el desastroso apartamento en el que vive y se muda a
otro más a tono con su nueva situación, viaja…
Una de las cosas que contribuyen a la afinidad entre ambas mujeres
es la pasión de las dos por la música. Música que se hace presente en otras
obras de Murakami, con alusión, siempre, a compositores y piezas concretas en
los que el autor se recrea.
En un determinado momento de la narración, Murakami introduce el
suspense, ese gancho destinado a agarrar al lector hasta el final del libro. No
me parece ilegítimo que un novelista lo use. Pero sí creo que debe quedar
debidamente justificado. Y en este caso, creo que no es así. Veamos. Gira en
torno a dos acontecimientos. El primero es el motivo por el que Myû no puede
mantener relaciones íntimas. Le sucede desde “aquello” que pasó. Lo que pasó
queda en el más absoluto misterio casi hasta el final. Y la explicación es
floja, difícilmente creíble. El segundo, aún más intrigante, es la misteriosa
desaparición de Sumire en una isla griega. Esta desaparición, cuya clave
aguarda ansioso el lector, queda sin resolver. Sólo al final, en las tres
últimas páginas, una llamada telefónica que recibe el personaje narrador nos
informa de que Sumire sigue viva. ¿Realmente sigue viva?, ¿es una impostora la
que llama?, ¿se trata de un episodio alucinatorio del que relata? (teniendo en cuenta que otros episodios tienen todas las trazas de tratarse de alucinaciones).Y, suponiendo
que sea cierto que está viva, ¿dónde está?, ¿qué le ha ocurrido realmente?,
¿cuáles han sido sus experiencias en todo ese tiempo? Todo eso queda en el
aire. Murakami ofrece un final abierto o bien (da más impresión de esto) no
sabe cómo resolver el desenlace.
Algunos otros fallos menores se “cuelan” a lo largo del texto. Por
ejemplo, en la página 144 se dice: “Era poco probable que se hubiera llevado el
disquete consigo. El pijama no tenía bolsillos”. Quien dice esto es el
personaje narrador. Él no puede saber si el pijama tenía bolsillos o no, puesto
que en ningún momento, ni Sumire en las cartas que le dirige ni Myû cuando hace
alusión a esta, hacen una descripción de la prenda que incluya ese detalle.
Sólo en una historia contada por un narrador omnisciente se permitiría esto. Y
no es el caso. O bien, en la página 238, dónde se describe así el momento de un
amanecer: “El cielo se vuelve blanco, las nubes corren, los pájaros cantan, se
levanta un nuevo día para apropiarse de las conciencias de todos los que
habitan este planeta”. Eso “no puede ser y además es imposible”, como diría el
Guerra, puesto que cuando en Grecia es de día, en América, por ejemplo, es de
noche. Cierto que puede atribuirse a una forma de hablar ligera y poco
reflexiva por parte del personaje-narrador, aunque impropia, ¿o no?, de un profesor. Él
es profesor. Siendo benévolos, podemos considerarlo una licencia
literaria.
De todas formas, y a pesar de estos defectos, es innegable el
oficio de Murakami y la lectura de “Sputnik, mi amor” puede considerarse
aconsejable. Yo, por mi parte, continuaré leyendo su obra.
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