Al
sur de la frontera, al oeste del sol
Trad:
Lourdes Porta
Tusquets
Editores
México,
D.F. 2013
De alguna manera, me pasa lo mismo que
al personaje central de este libro:
“-¿Ya
no lees novelas?
-Sí,
claro que sí. Pero no tanto como antes. Apenas conozco las modernas. Sólo leo
novelas antiguas. La mayor parte del siglo XIX. También releo muchos libros que
había leído hace tiempo.
-¿Y
por qué no lees novelas modernas?
-Tal
vez sea porque no me gusta que me defrauden. Cuando leo un libro malo, tengo la
sensación de haber malgastado el tiempo. Y eso me decepciona. Antes no me sucedía.
Disponía de mucho tiempo y, aunque pensara: «¡Vaya tontería que acabo de leer!»,
siempre tenía la impresión de que algo habría sacado de allí. Dentro de lo que
cabía, claro. Pero ahora no. Sólo pienso que he perdido el tiempo. Quizá tenga
que ver con hacerse viejo”.
Eso, más o menos, me ocurre a mí. Por
eso, es muy raro que lea autores contemporáneos. Los pocos con los que lo he
intentado, a veces superando fundados prejuicios (y vale la aparente
contradicción), como la suposición de la más que dudosa calidad de los best
sellers, he acabado defraudado. Muy recientes Premios Nobel me han resultado
insustanciales, soporíferos y malo/as escritores/as. Ha habido en todo esto
alguna excepción, como Alessandro Baricco, que descubrí casualmente por la
recomendación de una amiga. Desde que leí “Océano mar” no pude parar hasta
tragarme casi toda su obra. Y aún me falta algún que otro libro suyo que leeré
a la menor brevedad posible. Lo que me pasó con Baricco lleva camino de
repetirse con Haruki Murakami. No había leído nada de él. Lo que me ha hecho
acercarme a su obra no ha sido, en esta ocasión, la recomendación de nadie sino
algo perteneciente a una esfera muy personal, muy íntima, que no viene a cuento
comentar aquí.
Si tuviera que resumir el alma de esta
novela en uno de sus párrafos, me quedaría con el siguiente: “«Todo se va deprisa», pensé. Algunas cosas
desaparecen de repente como si las hubieran cortado. Otras se van difuminando
despacio antes de borrarse definitivamente. «Y lo único que queda es el
desierto»”. Esta idea, este “tempus fugit” que resultará pesimista a
muchos, que sin duda tiene todas las trazas de serlo y que cruza todo el
relato, está sin embargo impregnado de una indudable poesía, no del mismo tipo
que la que envuelve, con sus aires trascendentes, las geniales “Coplas por la muerte de su padre”,
de Jorge Manrique, pero sí muy similar, casi prima hermana de aquella y, por
supuesto, más acorde con la sensibilidad de nuestra época, como es natural.
“Al sur de la frontera, al oeste del sol”,
cuyo título está parcialmente tomado de el de la canción “South of the border”,
no hace sólo esta alusión musical del título. El relato está recorrido por
diferentes piezas, de músicos clásicos como Mozart, Rossini o Grieg, pero
sobre todo de jazz (The Star-Crossed Lovers,
de Duke Ellington, Embraceable you,
de Charlie Parker o Pretend,
de Nat King Cole) que, además de aportar a la ambientación, tienen en cada caso
un significado simbólico que contribuye de manera importante a la narratividad.
Otros “homenajes” (por llamarlos como se ha dado en hacer) salen a nuestro
encuentro. Por ejemplo, el protagonista, Hajime, que es dueño de un “jazz bar”
aparece reiteradamente acodado en la barra tomando un cocktail. Los músicos
tocan, cada vez que él está, una pieza que saben que le gusta mucho. Un día,
aparece por allí, después de años sin verla, una mujer de la que estuvo y sigue
estando enamorado. Todos estos detalles remiten, mucho antes de que se
evidencie, al lector avispado, a la película Casablanca, al Bar de Rick. La
sospecha se convertirá en certeza en la página 256 (de mi edición, claro),
donde Murakami recrea en una graciosa réplica un contrapunto de la mítica escena entre Humphrey
Bogart (Rick) y Dooley Wilson (Sam).
La novela está maravillosamente tejida y
todos sus elementos –espacio, tiempo, acción...- eficazmente utilizados.
Rezuma, sí, tristeza por sus doscientas sesenta y seis páginas. Pero no una
tristeza gratuita ni morbosa, sino imposible de eludir en la historia que
cuenta de una forma honesta, tan honesta como lo es a carta cabal el
protagonista, a pesar de creer todo lo contrario sobre sí mismo y de todas sus
contradicciones (que, por otra parte, todos los seres humanos tienen aunque
sólo las admitan los honestos).
Desarrollada fundamentalmente en la
forma lineal clásica (aunque no falta el uso de técnicas modernas, como el “flash
back”), parte de la infancia de Hajime y su amiga Shimamoto para recorrer luego
su adolescencia y juventud, sus varias relaciones amorosas y culminar en su
primera madurez de forma serenamente misteriosa, sin final explosivo ni
apoteósico pero que deja plenamente satisfecho al lector y que, si se tratara
de la representación de una obra teatral, le arrancaría una entusiasta ovación.
Una historia que, en manos torpes o
mercenarias, hubiera dado lugar a una novela empalagosa, cursi o pornográfica.
Y con la que Murakami ha construido una obra magnífica. Y es que el resultado
de una escultura no depende del barro o del mármol ni del tema sino de las manos
que la modelan.
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