Fragmentos de Apocalipsis
Alianza Editorial
Madrid, 1998
“Fragmentos de Apocalipsis” es la
novela de una novela. O, bien, la novela que narra cómo se hace una novela.
Pero es más que eso. Es un experimento en el que el autor se introduce en la
novela sin dejar de presentarse como el autor e interactúa con sus personajes
(lo que, sin decirlo, vienen a hacer todos los novelistas), personajes que,
como aclara Torrente Ballester, no son sino palabras. Efectivamente, una novela
es un texto. Y un texto no está formado por personajes de carne y hueso sino
por palabras. Este aspecto de la obra, suficientemente comentado al principio,
es subrayado muy explícitamente en el apéndice final.
El argumento, si es que tiene
argumento, de “Fragmentos de Apocalipsis” es tan embrollado que intentar
resumirlo constituye una labor ímproba que, por otra parte, no merece la pena.
Da igual que en la novela aparezcan un grupo de anarquistas que se ocultan en
la catedral con la protección del arzobispo, una profesora soviética que tiene
amores con el autor, el Doctor Moriarty escapado de la obra de Conan Doyle, un
rey vikingo que se dedica a fabricar muñecas eróticas o Felipe II con muletas insoportablemente
aficionado a contar chistes malos. Da igual. Lo mismo se podría haber tratado
de la historia de un tomate que está tranquilo en su mata. Lo interesante del
texto es que es un metatexto. Interesante, sí, como experimento. Interesante sobre
todo para aquellos que se pirran por el fenómeno literario, en su vertiente
crítica o creativa. Pero un fracaso, que el mismo autor preconiza, como relato
digamos que entretenido o intrigante. “Fragmentos de Apocalipsis” aburre. ¿Para
qué vamos a engañarnos? Sorprende, sí, pero aburre hasta a las ovejas.
La razón por la que decidí acabarlo
es que, después de leer “La Saga-Fuga de J.B.” me propuse tragarme la trilogía
completa, compuesta por aquella, por esta y por esa otra novela última, “La
isla de los jacintos cortados”. “Fragmentos…” guarda resonancias de la
Saga-Fuga. Castroforte del Baralla allí es Villasanta de la Estrella aquí,
ambos pueblos gallegos. En los dos libros el ambiente es surrealista y disparatado
y también hay referencias a autores, en este caso muy especialmente a Don
Miguel de Unamuno, que también incursionó en experiencias similares aunque más
rudimentarias. Si Castroforte del Baralla acaba volando por los aires como un
castillo sobre una roca de Magritte, Villasanta de la Estrella termina hecha
fosfatina por los tañidos de una campana gigantesca.
Aunque haya por medio conflictos
políticos, humor, extraños esoterismos, romances más o menos así o asá,
erotismo más bien púdico, fantasía y disparates a más no poder, no aconsejo
esta obra a quiénes abordan un libro para pasar un buen rato sino sólo a
aquellos interesados, ya lo dije, en las técnicas literarias, en lo raro o lo suficientemente
masoquistas, como yo, para embaularse tal ladrillo. Admirable, sí, pero
ladrillo.
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