Este blog, dedicado al comentario y la crítica de libros, quiere ser tanto un pequeño aporte en el desarrollo de la afición a la lectura como una especie de foro en el que las visitas intercambien opiniones entre sí y con el blogger acerca de las obras expuestas.

viernes, 24 de junio de 2016

El país de los ciegos, de H. G. Wells


El país de los ciegos
Trad: Javier Calvo
Editorial Acantilado
Barcelona, 2004

Igual que en otras de sus obras (“La máquina del tiempo”, por ejemplo), H. G. Wells aborda en este relato el tema de la distopía, de manera alegórica y, como es frecuente en él, situándose, más o menos, dentro del género de la literatura fantástica.
En las primeras páginas, se cuenta el pretendido origen de una leyenda que habla de un valle aislado en el que todos son ciegos. El personaje central, Núñez, un montañero que llega hasta el lugar accidentalmente, relaciona el sitio con el refrán “En el país de los ciegos el tuerto es el rey”. No tardará en darse cuenta de lo erróneo de tal dicho. Si bien al principio siente una cierta conmiseración por los pobres ciegos, la testaruda e inamovible visión (o, mejor, no visión) de la realidad en que estos se mantienen, con prepotencia y desprecio hacia ese recién llegado que pronuncia palabras “inexistentes” y “absurdas”, como “ver” o “color”, lo inclinará a cambiar de actitud y a que sus deseos de ayudarlos se tornen en una voluntad de dominación que, dada su ventaja visual, presume sumamente fácil. No sólo no será así sino que, tras una historia de amor que está a punto de culminar de una macabra manera (desde el punto de vista de nuestros valores), se ve obligado a huir del legendario valle.
El relato es una crítica de la ignorancia y del desprecio de la lucidez de que la sociedad hace frecuentemente gala, aplicable a muchos niveles existenciales.
Su defecto, aunque tal vez esto no sea más que una apreciación personal, radica en su naturaleza alegórica. Creo que la alegoría, susceptible sólo de una lectura rígida, unívoca, esclerotizada, no es sino una degradación del símbolo, dinámico, vivo, y de interpretación múltiple. Y eso es lo que empobrece esta narración de Wells, tan brillante y profundo en otras ocasiones, como en “La puerta en el muro”, que ya tuve ocasión de comentar.

martes, 21 de junio de 2016

Concierto barroco, de Alejo Carpentier


Concierto barroco
Editorial Siglo XXI
Madrid, 1978

El argumento de esta novela, bien simple y lineal, es lo de menos en ella. Un indiano rico viaja de México a Europa. Al recalar en Cuba, su criado muere y contrata a otro, Filomeno, en la isla. Visitan varios lugares de España para arribar, finalmente, a Venecia, donde disfrutan de su carnaval y, en una de las muchas piruetas cronológicas del relato, motivan el nacimiento de la ópera “Montezuma”, de Antonio Vivaldi, de cuya creación y estreno son testigos. Un “desenlace” crepuscular, en el que el viajero regresa a casa dejando atrás a Filomeno inmerso en el continuo y fatal hundimiento de la ciudad de los canales, es roto en un último momento por lo que podría ser el “Allegro con brío” de un concierto de Louis Amstrong. Y es que este “Concierto barroco” (que transcurre a través de la música y hablando de música) lo hace, en cierta forma, en clave musical. Lo vemos arrancar en el Allegro de la partida, para transcurrir después en un largo, un adagio, por ej, la triste muerte de Francisquillo, el primer criado, y continuar en un largo (por ejemplo, repito) e ir alternando los distintos movimientos hasta cerrar con una inopinada intervención de jazz. Que no será la única aparente incongruencia en una historia en la que Vivaldi y Haendel desayunan cerca de la tumba de Stravinsky. En medio de esta feria de disparates, que Vivaldi se encarga de justificar en el capítulo 7: “No me joda con la Historia en materia de teatro –le dice al indiano ante sus protestas de que la ópera “Montezuma” no es fiel a los hechos-. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética…”, se le hace difícil al lector no avisado reparar en la autenticidad de, por ejemplo, el “Ospedale della Pietá” –donde realmente trabajó Antonio Vivaldi- y sus niñas músicas, que no han salido del magín de Carpentier. Lo cual sólo importa en la medida en que sirve como apoyo del virtuosismo textual del que hace alarde el escritor cubano, sumergiéndonos a través de sus palabras sabiamente trabadas en un espacio-tiempo que no obedece más leyes que las que le impone el arte y la poesía. Constantes alusiones intertextuales, al Quijote, a Hamlet, a Otelo, constituyen otras tantas de las especias que dan sabor y aroma a este exquisito guiso, ficción fruto de un magnífico maridaje entre el exotismo americano y la vieja civilización europea. En lo que se refiere a la vertiente ideológica (que podría atisbarse, por ejemplo, en la postura final americanista, casi indigenista, del indiano, o la actitud casi revolucionaria del criado negro) palidece ante lo realmente importante aquí, insisto, que es el texto mismo, su poesía, su música, su juego, aspecto lúdico para el que Carpentier no pierde ocasión. Como una en la que se alude a un concierto improvisado en el Ospedale, “Buena música tuvimos anoche” –dijo Montezuma, por desviar a los demás de una tonta porfía. –“¡Bah! ¡Una mermelada!” -dijo Jorge Federico. –“Yo diría más bien que era como una jam sesión” –dijo Filomeno…”. El subrayado es mío para resaltar el juego. En inglés, jam, aparte de formar parte de la expresión jam sesión, una interpretación jazzística grupal improvisada, significa también mermelada. Naturalmente, esta pequeña broma lingüística, que no pasa de ser eso, una broma, no es lo que convierte esta obra en una joya literaria. Lo que hace de ella prodigio fascinante es, por sobre todo, una prosa del siguiente tenor, común a todo el libro: “En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil, y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas. De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego artificial coronado de girándulas y meteoros... Y todo el mundo, entonces, cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en labios y dientes, de las embozadas de pie fino. En cuanto al pueblo, la marinería, las gentes de la verdura, el buñuelo y el pescado, del sable y del tintero, del remo y de la vara, fue una transfiguración general que ocultó las pieles tersas o arrugadas, la mueca del engañado, la impaciencia del engañador o las lujurias del sobador, bajo el cartón pintado de las caretas de mongol, de muerto, de Rey Ciervo, o de aquellas otras que lucían narices borrachas, bigotes a lo berebere, barbas de barbones, cuernos de cabrones. Mudando la voz, las damas decentes se libraban de cuantas obscenidades y cochinas palabras se habían guardado en el alma durante meses, en tanto que los maricones, vestidos a la mitológica o llevando basquiñas españolas, aflautaban el tono de proposiciones que no siempre caían en el vacío. Cada cual hablaba, gritaba, cantaba, pregonaba, afrentaba, ofrecía, requebraba, insinuaba, con voz que no era la suya, entre el retablo de los títeres, el escenario de los farsantes, la cátedra del astrólogo o el muestrario del vendedor de yerbas de buen querer, elixires para aliviar el dolor de ijada o devolver arrestos a los ancianos. Ahora, durante cuarenta días, quedarían abiertas las tiendas hasta la medianoche, por no hablarse de las muchas que no cerrarían sus puertas de día ni de noche; seguirían bailando los micos del organillo; seguirían meciéndose las cacatúas amaestradas en sus columpios de filigrana; seguirían cruzando la plaza, sobre un alambre, los equilibristas; seguirían en sus oficios los adivinos, las echadoras de cartas, los limosneros y las putas —únicas mujeres de rostros descubiertos, cabales, apreciables, en tales tiempos, ya que cada cual quería saber, en caso de trato, lo que habría de llevarse a las posadas cercanas en medio del universal fingimiento de personalidades, edades, ánimo y figuras. Bajo las iluminaciones se habían encendido las aguas de la ciudad, en canales grandes y canales pequeños, que ahora parecían mover en sus honduras las luces de trémulos faroles sumergidos”.


martes, 7 de junio de 2016

Fantasmas, de Paul Auster


Fantasmas
Trad: Maribel De Juan
Editorial Anagrama
Barcelona, 1997

Como en las otras dos novelas que conforman, con ésta, la “Trilogía de Nueva York”, “La habitación cerrada” y “Ciudad de cristal”, Paul Auster aborda en “Fantasmas” el tema de la identidad. En esta ocasión, de una manera especular que hace previsibles los acontecimientos casi desde el principio. Esto, curiosamente, no le resta interés a la narración sino que, paradójicamente, impele al lector a seguir leyendo en busca de la clave que confirme o refute sus sospechas. Aunque el relato resulte un tanto plano, el dominio del oficio permite al autor salir airoso de su cometido. No es fácil captar la atención del lector con una pieza sin principio ni final. Prácticamente, no sabemos nada del origen de la trama ni de los personajes ni la historia acaba de resolver el enigma. Es decir, ni tiene un comienzo propiamente dicho, ni un nudo ni un desenlace. No es lineal. Tampoco  arranca “in medias res” ni “in extremis”. En esta indefinición, ciertamente fantasmal, reside precisamente, creo, su interés, su dificultad y su mérito.
La trama es sencilla. Toda la complejidad deriva del juego de espejos confrontados que va desarrollando el texto. Blanco encarga a Azul, detective discípulo de Castaño, que vigile a Negro (no se sabe ni se sabrá para qué), para lo que le facilita un apartamento frente al de éste, y que le envíe periódicamente informes escritos de todo lo que observe. Ya está. El germen de lo que, a partir de esa situación, va a ocurrir, se sugiere en un párrafo casi al comienzo. Azul vigila a Negro. “De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira”. En lo que se refiere a los nombres de los personajes, todos de colores excepto cuando son ficciones dentro de la ficción, al margen de que los apellidos con nombres de color son muy comunes en la lengua inglesa, el asunto tiene, sin duda, su vertiente simbólica que enriquece y matiza la lectura, toda vez que, por ejemplo y según Schneider citado por Cirlot, “El azul, entre el blanco y el negro (día y noche) indica un equilibrio…”. Pero, por otra parte, el azul se asimila al negro, se identifican. Etcétera.