La cruzada de los niños
Trad: Rafael Cabrera
Tusquets Editores
Barcelona, 1984
No recuerdo
cuántas veces he leído este librito (y el diminutivo se refiere sólo a su
número de páginas, porque hablo de una magnífica obra). Muchas. Y en diferentes
versiones y traducciones. Sin duda, la mejor es la que leí la primera vez, la
traducción de Rafael Cabrera con prólogo de Jorge Luis Borges, publicada en
1971 por Tusquets. Esta que comento, de 1984, es la segunda edición, pero se
trata del mismo texto. Lo único diferente es la portada. En 2012, Luis Alberto de
Cuenca sacó al mercado una traducción suya en la Editorial Reino de
Cordelia, nueva versión esta a la que no le encuentro sentido porque, a mi modo
de ver, se limita a cambiar algunas palabras por sus sinónimos.
Innecesariamente y, a veces, sin demasiado acierto. En primer lugar porque el
texto de Rafael Cabrera ya es perfectamente pulcro y fiel al original; y su
musicalidad, que a veces estropea L. A. de Cuenca con sus correcciones (pues no
son otra cosa), es maravillosa. En segundo lugar, porque los sinónimos que
elige el escritor español no son siempre todo lo acertados que debieran. Por
ejemplo, mientras que Cabrera traduce “sauterelles” como “langostas” en el
capítulo del goliardo al referirse a los insectos de los que se alimentaba San
Juan en el desierto, Luis Alberto de Cuenca lo traduce como “saltamontes”.
¿Pensó el poeta que el lector es tan rematadamente tonto como para confundir la
“langosta”, crustáceo que se come con mayonesa, con la “langosta” insecto?
“Saltamontes” y “langosta” no son lo mismo. Son parecidos pero no lo mismo. Y La
Biblia dice claramente que San Juan se alimentaba de langostas y miel silvestre.
A no ser que Cuenca lo haya puesto así porque el texto francés, tras decir
“…que Saint Jean se nourrisait de sauterelles dans le désert” (que San Juan se
alimentaba de langostas en el desierto), añade “Il faudrait en manger beacoup”
(Tendría que comer muchas). Como el Larousse traduce el “sauterelle” grande
como “langosta” y el “sauterelle” petite como “saltamontes” pues Cuenca habrá
decidido que para que San Juan tuviera que comer muchas para que su dieta fuese
suficiente tendrían que ser saltamontes. Pero tampoco vale. Porque, dejando al
margen el argumento bíblico, los saltamontes del desierto son las langostas. Y
para el saltamontes pequeño hay otra palabra más específica en francés:
“criquet”. Tras solicitar disculpas por este inciso que he considerado necesario
para argumentar mínimamente mi opinión sobre la gratuidad de esta nueva
traducción de Luis Alberto de Cuenca, he
de aclarar que este me parece uno de los mejores poetas actuales de habla
hispana, sin duda alguna. Y que, a pesar del prólogo inútil de su edición,
en el que se limita a poco más que hacer alarde de las valiosas ediciones de “La croisade des enfants” que posee en su “numerosa” biblioteca, esta de la Editorial Reino de Cordelia merece muchísimo
la pena por las estupendas ilustraciones de Jean-Gabriel Daragnès y su
exquisito diseño y maquetación, a cargo de Jesús Egido. Sin embargo, insisto, el texto nada nuevo, excepto la
traducción de dos o tres cosas en latín, aporta a la vieja versión del hoy día
prácticamente olvidado Rafael Cabrera.
Toda
recomendación de la lectura de “La cruzada de los niños” de Marcel Schwob es
poca. Se trata no sólo de la obra maestra del escritor francés sino de uno de
los mejores textos de la literatura universal. Al referirme a Schwob no sé si
nombrarlo narrador o poeta. Porque, si bien sus libros de relatos muy breves
son pequeñas joyas de la narrativa (su inolvidable “Libro de Monelle”, “Vidas
Imaginarias” y, también, por supuesto, “La cruzada de los niños”) son poesía,
asimismo, en el más estricto sentido del término; sobre todo, este que comento.
Por su musicalidad, por su valor simbólico, por su poder de evocación y de
conmoción emocional. Hay párrafos que, en su sencillez formal, envuelven una
intensidad emotiva única. Véase este en el que un leproso, resentido con la
vida y con Dios por el destino que sufre, quiere vengarse chupando, como
vampiro, la sangre de uno de los niños que marchan a la cruzada:
“Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han
conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera
huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los
salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que
lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a
menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él
no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por
qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del
Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él
no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra una condenación
pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente.
Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de
los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso;
le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa
ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló
sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar
todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus
ojos estaban en otra parte.
-¿Quién eres?, le dije.
-Johannes el Teutón,
respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
-¿Adonde vas?,
repliqué. Y él respondió:
-A Jerusalén, para
conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a
reír, y le pregunté:
-¿Quién es tu Señor? Y
él me dijo:
-No lo sé; es blanco.
Y esta palabra me llenó
de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco,
y no retrocedió, y yo le dije:
-¿Por qué no tienes
miedo de mí? Y él dijo:
-¿Por qué habría de
tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron
grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis labios
terribles, y grité:
-¡Porque soy leproso! Y
el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
-No lo sé.
¡No tuvo miedo de mí!
¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del
Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
-Ve en paz hacia tu
Señor blanco, y dile que me ha olvidado”.
El librito se
basa en un episodio medieval mal documentado que se sitúa en el año 1212. Miles
de niños, diciendo haber oído voces que los impulsan a ello, marchan a Tierra
Santa confiados en que la conquistarán pacíficamente, con la sola fuerza de su
fe y pureza de corazón. En las distintas versiones históricas se mezclan la
ficción y la realidad. Algunas narran consecuencias desastrosas para los
infantes que supuestamente formaron parte de la cruzada. Real o no, en ella se
han inspirado muchos escritores para sus obras literarias. “El flautista de
Hamelin”, fábula aludida en esta narración de Schwob y recogida por los
hermanos Grimm, está posiblemente basado en aquellos hechos; también una novela
de Peter Berling con el mismo título.
Marcel Schwob
plantea el relato eligiendo como narradores a diferentes personajes de los que
lo integran y cambiando así a cada capítulo el punto de vista, el enfoque. Es
como si, en cine, la cámara fuese rotando, adoptando distintos ángulos y
posiciones. La voz va pasando del goliardo al leproso al Papa Inocencio III a
los tres pequeñuelos a Francisco Longuejoue, clérigo, al musulmán Kalandar a la
pequeña Allys al Papa Gregorio IX. Distintas voces de distintos estratos
sociales, desde los marginados, apestados y preteridos hasta los que detentan
el más alto poder, que nos van acompañando a lo largo del peregrinaje de los
niños por una Edad Media en la que la belleza de los prados y las landas
cuajados de flores malvas y rojas, la inocencia y la pureza resplandecen sobre
las sombras, una Edad Media en la que la poesía vence a la realidad sórdida. “¡Oh! qué bellas son las cosas de la tierra.
No nos acordamos de nada, porque nada aprendimos nunca. Sin embargo, hemos
visto árboles viejos y rocas rojas. Algunas veces atravesamos por largas
tinieblas. Otras, caminamos hasta la noche por claras praderas. Hemos gritado
el nombre de Jesús al oído de Nicolás, y él lo conoce bien. Pero no sabe
pronunciarlo. Se regocija con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios
pueden abrirse para la alegría, y nos acaricia la espalda. Y de este modo no
son desgraciados: porque Allys vela por Eustaquio y nosotros, Alain y Dionisio,
velamos por Nicolás.
Se nos
dijo que encontraríamos en los bosques ogros y hechiceros. Estas son mentiras.
Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos
vienen a vernos, y las ancianas encienden luces para nosotros en las cabañas.
Tocan por nosotros las campanas de las iglesias. Los campanarios se empinan
desde los surcos para espiarnos. También nos miran los animales y no huyen. Y
desde que caminamos, el sol se ha tornado más caliente, y no recogemos ya las
mismas flores. Pero todos los tallos se pueden tejer en las mismas formas, y
nuestras cruces son siempre frescas. De este modo tenemos grandes esperanzas, y
pronto veremos el mar azul”. La
leyenda deviene drama silencioso sin morbosidades en las palabras de Gregorio
IX: “¡Oh mar Mediterráneo! ¿Quién te
perdonará? Eres tristemente culpable. A ti es al que acuso, a ti sólo,
falsamente límpido y claro, mal espejo del cielo; te emplazo para ante el trono
del Altísimo, del que dependen todas las cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué
has hecho de nuestros niños? Levanta hacia El tus dedos trémulos de burbujas;
agita tu innumerable risa purpúrea; haz hablar a tu murmurio, y dale cuenta a
El”. Y ante esa tragedia ya consumada, ¿qué puede hacer ese papa, qué el autor,
sino sublimarla elevando un altar de poesía a la inocencia asesinada?: “¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un
monumento expiatorio, un monumento para la fe ignorante. Las edades que vengan
deben conocer nuestra piedad, y no desesperar. Dios condujo hacia El a los niños
cruzados, por el santo pecado del mar; los inocentes fueron asesinados; los
cuerpos de los inocentes tendrán un asilo. Siete naves se hundieron en el
arrecife de Reclus; yo construiré en esta isla una iglesia de los Nuevos
Inocentes y estableceré doce prebendados. Y tú me devolverás los cuerpos de mis
niños, mar inocente y consagrado; los depositarás en las playas de la isla; y
los prebendados los colocarán en las criptas del templo; y encenderán, encima,
eternas lámparas donde arderán óleos santos, y mostrarán a los viajeros
piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche”.
Leer este
libro con visión crítica y científica de historiador no servirá de nada, pues
en seguida se argüirá que las Cruzadas no tuvieron otro objetivo que el
económico (lo cual es cierto en determinado sentido) y que este episodio, si es
que sucedió tal cual, no fue más que una tragedia acaecida por mor de la
ignorancia propia de aquella época considerada oscura por el hombre actual. A
este relato hay que verlo con los ojos del poeta, con los ojos del niño, con
los de la sensibilidad cordial y no con los de la razón analítica.
Obra, en fin,
esta de Marcel Schwob, completamente imprescindible, al menos para los amantes
de la poesía y la belleza.
Para acabar el
post, probablemente el más largo de todos los que integran el blog hasta ahora
y paradójicamente el dedicado al libro más corto, pongo a continuación,
excepcionalmente (es algo que no he hecho nunca porque este es un blog dedicado
a los libros impresos en papel), dos links. Uno conduce al texto íntegro del
libro que he comentado aquí y que publiqué hace ya tiempo en la revista “El
fantasma de la Glorieta”. Ahí se puede leer en línea. El otro conduce a otra
página en la que se puede leer, también on line, el original en francés:
En cualquier
caso, recomiendo adquirirlo en papel, ya sea en la edición de Luis Alberto de
Cuenca, publicada por Reino de Cordelia, ya en esta que he reseñado, traducida
por Rafael Cabrera y publicada por Tusquets en su colección “Cuadernos
Marginales”. Lo merece.