Port Tarascón
Trad: Teresa Doménech
Editorial Ramón Sopena
Barcelona, 1967.
La novela que hoy comento es la
tercera y última de la famosa trilogía que el autor dedicó a Tartarín, ese “Quijote
con piel de Sancho”, como lo denominó el mismo Daudet. Las dos primeras fueron “Tartarín
de Tarascón” y “Tartarín en los Alpes”. Las tres, disparatadas, rebosan un
humor inteligente no exento de una ácida crítica social. Si en la obra inicial
el “héroe” gordito y burgués marcha a África a cazar leones y en la segunda se
convierte en intrépido alpinista, regalando a cada momento al lector abundantes
y sabrosas risas, en esta que cierra la serie el “intrépido aventurero”
provenzal será el gobernador de una remota isla, que ha sido “comprada” con la
ayuda de un supuesto conde, en la que los tarasconenses pretenden establecer
una colonia (Port Tarascón) a la que trasladarse. Pues, como Tartarín dice, “¡Branquebalme
querido, estoy descontento de Francia!... Nuestros gobernantes hacen lo que
quieren”. A partir de esa sentencia y a lo largo de las tres partes del libro,
el regocijo está asegurado. Episodios impregnados de un surrealismo delirante
van desfilando sin acabar de agotar nuestra capacidad de sorpresa.
En cuanto al paralelismo que
estableció entre el Quijote y Tartarín su propio padre, no es en absoluto
descabellado ni gratuito. Ambos, el hidalgo manchego y el aventurero provenzal
son unos mitómanos chiflados de aquí te espero. Si uno convierte molinos en gigantes,
el otro transmuta burros en leones; si Don Alonso nombra gobernador de una ínsula
ideada por bromistas a su fiel Sancho, el otro acaba siendo gobernador de otra
no por distinta menos delirante. Si uno es motivo de la perplejidad y la burla
de cuantos se cruzan en su camino, así el otro. Víctimas ambos de una sociedad
que no comprende sus altos ideales, terminan, de forma similar, poniendo los
pies en el suelo, aterrizando vencidos por la vulgaridad del principio de
realidad. Señores -dirá uno-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño”. Y el otro: “¡Ah! ¡Vamos!... ¡Lo de Napoleón!
¡Qué tontería!... El sol del trópico me había calentado los sesos (…). Ahora lo
veo claro. Los tarasconenses me han abierto los ojos. Es como si me hubieran
operado de cataratas”. Con tal melancólica vuelta a la lucidez, que implica la
muerte, acaba, como la de Don Quijote, esta historia; dejándonos, después de
tantas risas, un amargo perfume de tristeza.
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