EMAÚS
Trad: Xavier González Rovira
Ed. Anagrama
Barcelona, 2011
Leí “Seda” hace ya
muchos años. Me pareció un libro poco más que bien escrito. Pero le faltaba
algo. Algo fundamental. Los aficionados al flamenco lo llaman, al referirse a
ese arte, “pellizco”. Hacen alusión con tal palabra a la emoción estética que
despierta el cantaor en el oyente con su interpretación. Don Antonio Machado
afirmaba que lo esencial de la poesía era que tuviese “alma”, llamando
“cantores huecos” a los que cultivaban el arte de Polimnia o Erato con corrección
técnica pero que eran impotentes para despertar en el lector esa sensibilidad
inefable que, conectándolo con una dimensión otra, lo deja sin palabras
precisamente a través de las palabras. Eso le faltaba, o así me pareció, al
relato “Seda”, por otra parte perfectamente impecable. Es decir, que pasé por
él sin pena ni gloria.
Bastante tiempo después,
vino a mis manos otra novela de este autor: “Océano mar”. Las primeras páginas
del relato me dejaron un poco desconcertado, como suele ocurrirles a la mayoría
de sus lectores según he podido contrastar más tarde. Pero, al mismo tiempo,
había algo en ese libro, algo mágico, que me impedía dejarlo. Casi sin darme
cuenta, fui sumergiéndome en él y adentrándome en un universo inténsamente
poético en el que los ingredientes fantásticos y humorísticos se combinan
magistralmente en una trama tan alejada de lo convencional como de lo abstruso.
Perfectamente creíbles niños que vuelan, un pintor que pinta el mar con agua de
mar (de forma que todos los lienzos resultan siempre blancos, a pesar de lo que
el artista decide que unos son mejores que otros), un científico empeñado en
determinar el lugar exacto en el que acaba el mar y comienza la tierra (o
viceversa)… y otros personajes, en un hotel aislado en una playa en medio de
ninguna parte, buscan la solución a sus respectivos problemas vitales
conformando una historia teñida de surrealismo que yo no dudaría en considerar
como una de las mejores, si no la mejor, novelas que he leído. Tanto que, nada
más acabarla, busqué inmediatamente el resto de la obra del autor publicada en
español hasta ese momento: “Tierras de Cristal”, “Esta historia”, “City”, “Sin
sangre”, “Novecento”… Incluso el pequeño ensayo “Next”. En ninguna vuelve a
utilizar de la forma que lo hizo en “Oceano mar” el ingrediente de lo
fantástico y onírico, pero sí el de lo sorprendente o improbable, como
elementos generadores de función poética. Y, aunque ninguna de ellas desdice
del indudable oficio del escritor italiano, las dos mejores de estas últimas
son, sin duda, “Novecento” y “Sin sangre”. La segunda, escrita en dos partes
con registros completamente distintos, el primero de los cuales nos recuerda
inmediatamente a Truman Capote para dar paso el segundo al heterodoxo y
brillante estilo de Baricco. La primera, que dio base, como “Seda”, a una
magnífica película, impregnada de un intenso lirismo. Ambas, y el conjunto de
su obra, llevan al autor de Turín camino de convertirse en un clásico.
Por todo lo dicho más
arriba, al toparme hace pocos días con “Emaús”, después de mucho tiempo sin
tener noticias de nuevas publicaciones de Baricco, corrí a adquirir el librito
y lo devoré en varias horas. Y aunque su maestría seguía presente ya desde el
breve introito hasta el punto de emocionarme, no tardé en darme cuenta de que
en el autor se habían producido cambios sustanciales. Por una parte, la
narración carece de la magia que caracteriza a las otras. Se trata, poco más o
menos, de una historia de corte social rebosante de moralina; cierto que de una
moralina un tanto subversiva, pero moralina al fin. Cuatro amigos adolescentes,
con lejanísimas resonancias de los Tres Mosqueteros, se dedican a la
consecución de obras pías y al escrupuloso cumplimiento de las normas que la
educación católica en la que han sido criados les ha transmitido. Para ayudar a
establecer el Reino de Dios. Por cierto, Baricco da una curiosa versión del
católico y su moral, de los que yo no tenía noticia: “Le costaba trabajo
explicarse, y a mí entenderle, porque nosotros somos católicos y no estamos acostumbrados
a diferenciar entre el valor estético y el valor moral. Es lo mismo que con el sexo.
Nos han enseñado que se hace el amor para comunicarse y para compartir la
alegría”, dice el narrador. Yo creía que para los católicos el único objetivo
legítimo de las relaciones sexuales es la procreación y siempre dentro del
matrimonio. Pero bueno.
Desde un principio, los
chicos marcan, a través de la voz del narrador (uno de los cuatro) una tajante
diferencia entre lo que podríamos llamar su “Hermandad” (y su entorno) y “ellos”.
“Ellos” son los hijos de los ricos, los pervertidos, de dudosa moralidad y de
quienes procuran mantenerse apartados y a los que, en algún momento, tratan de
redimir. A lo largo de sucesivas escenas, se va descubriendo que cada uno de
los cuatro viven en medio de familias desestructuradas que les han transmitido
unos valores que resultan vacíos de contenido y en contradicción con la
realidad y con la misma doctrina que los sustenta. Esto sirve a Baricco para
hacer una crítica feroz de una educación hipócrita que sospecho (y es sólo una
sospecha) debe de tener bastante de autobiográfico, directa o indirectamente.
Andre, una chica perteneciente a la clase de los “ellos”, muy atractiva,
extraña, promiscua, marcada (como la Milady de Dumas) por un estigma (en este
caso el de intento de suicidio) y corruptora, voluntaria o involuntariamente,
de quienes les rodean, va alejando a los cuatro jóvenes de sus pretendidas
convicciones y precipitándolos en finales más o menos trágicos: la
drogadicción, el suicidio, la cárcel… Sólo el narrador, en un final abierto,
parece salvarse siendo consecuente consigo mismo través de una sublimación de
aquello que, personificado en Andre, había rechazado siempre.
Libro interesante, de
iniciación, crítica cruda e implacable hacia un sistema puritano y farisaico,
merece ser leído. Queda, sin embargo, muy lejos de ese Baricco que me fascinó
con su irrepetible novela-poema “Océano mar”.