Crimen y castigo
Trad: José Fernández
Editorial Juventud
Barcelona, 1995
En la Rusia zarista inmersa en la
miseria que sería el caldo de cultivo de la revolución bolchevique, arrojado
por las circunstancias a esa misma pobreza extrema de la que es testigo,
influido por las ideas nihilistas tan de moda entonces y allí, el joven
estudiante Raskolnikof, sumido en un continuo estado febril y delirante, va
decidiendo (y lo pongo en este tiempo verbal porque lo hace poco a poco,
tropezando a cada momento con dudas sobre la conveniencia y lo correcto de tal
acción) matar a una vieja usurera con el objeto, al menos aparente, de robarle
para resolver sus problemas económicos.
Perpetrado el crimen, en el que cae
también una segunda víctima que su autor no tenía prevista, Raskolnikof se abisma
en un tormento mental y anímico compuesto por remordimientos, miedo, ideas paranoicas,
autoindulgencia basada en una supuesta superioridad (de la que no acaba de
estar convencido) que está en la base de su delirio, sentimientos que se van
alternando a lo largo de la novela y creando, junto a sus otros componentes, un
ambiente denso, sofocante, de auténtica pesadilla a veces.
Estamos, nadie lo duda, ante una de
las obras maestras de la literatura universal. Aunque la estructura del relato
no es, ciertamente, innovadora, sí lo son los retratos de los personajes y la
tesis propuesta.
Exceptuando a unos cuantos integrantes
del plantel de la narración (como Lisbeth –la hermana de la usurera-, que cae
por accidente en el asesinato, o Sonia, la dulce Sonetchka), casi ninguno es
bueno ni malo. Esta ambigüedad moral, que no puede sino recordarme a Robert
Louis Stevenson y a sus héroes Jekill y Hide o a John Long Silver en “La isla
del tesoro”, pueden calar en el lector hasta el punto de apelar a su sentido
crítico y de tolerancia (citando la frase evangélica: “El que esté libre de
pecado…”). Están, efectivamente, muchos de los personajes de “Crimen y castigo”
(también los de gran parte de su obra) dibujados con la técnica del claroscuro.
Si son capaces de verdaderas atrocidades, también lo son de acciones generosas,
heroicas a veces, piadosas. Y en ese mismo sentido se dirige la tesis del
relato. El bien y el mal quedan difuminados en medio de la miseria y las
pasiones humanas. Parece no haber salida para este dilema. Parece que el
nihilismo se llevará el gato al agua. Pero no. En medio de esa desesperación,
de ese dolor insufrible de la ambivalencia, Sonetchka, acusada cruelmente de
pecadora por muchos de los que la rodean, representante en realidad del amor
más puro, verdadero ángel luminoso, salva a Raskolnikof y a sus compañeros de
prisión (“…tú eres nuestra tierna y protectora madrecita”, le dicen) de la
desesperación, del horror; y a los lectores del que habría podido ser un triste
final. “Crimen y castigo” es una novela que acaba bien; que, a pesar de su
atmósfera de pesadilla (que no hace sino retratar nuestro mundo) nos arroja un
aliento de esperanza, no nos hunde irremisiblemente en su cieno. Al terminarla,
podría perfectamente ocurrírsenos aquel dicho popular, “Dios aprieta pero no
ahoga”. Yo no sé. Me gustaría creerlo pero no sé. En cualquier caso, todo aquel
(o aquella) que no lo halla hecho, debería leer esta novela. Imprescindible.